Confesiones de una pecho frío

Soy bastante reacia a los festejos forzados. No importa si es un cumpleaños de quince, unas bodas de oro (o criptomoneda), el día del amigo o, incluso, el cumpleaños de un año de mi hija. Sí, este último punto en particular representó mucho debate. Por suerte, no con David, que en eso está bastante de acuerdo conmigo. Pero mi suegra y mis amigas presentaron batalla.

«¿Cómo no le vas a festejar el primer cumpleaños?» «¿Y la foto?» «¿Y la torta?» «¿Te lo va a reclamar cuando crezca?»

¿En serio? Sí.. En resumen, para no herir los sentimientos de la suegra, ella le hizo una torta a Lúa y le arregló un pequeño festejo. Okey. Ya tenemos foto y filmación de primer cumpleaños.

No voy a ahondar mucho en detalles porque creo que esto es lo mismo que el #TeamVerano y #TeamInvierno, el que lo siente como yo, me va a entender y el que no… eso… no.

Mi argumento es el de una típica pecho frío, no los voy a engañar. Para mí no tiene nada de particular ese día, en comparación con el resto de los 364 del año. Y te puedo discutir a muerte que mi hija me vaya a pedir foto del primer cumpleaños en lugar de relatos sobre todo nuestro primer año (pandémico) juntas. Pero da igual, los amantes de la celebraciones no lo van a entender. Ni tampoco me van a cambiar el pensamiento… excepto por un detalle.

La pandemia. Porque ésta sí que vino a movernos un poco el piso a los anticelebraciones. Acostumbrad@s, como estábamos, a que nos convoquen (algunas más, algunos menos) a un par de celebraciones al año -¡y a poder negarnos a ir! Nos encontramos ahora con este cúmulo de rechazos apelotonados en nuestro interior. Y, lo que es peor, hasta añorando la posibilidad de amontonarnos y festejar cualquier cosa.

Porque si bien los anticelebraciones menospreciamos las fiestas convencionales y nos rebelamos ante la terquedad de su existencia. En cambio, abrazamos con todo nuestro ser los festejos espontáneos, impulsivos, esos que surgen en el momento menos pensado (pero más esperado). Esas reuniones mínimas, que en el mismos momento en que nacen, se abren camino e irrumpen para transformar la cotidianidad en una auténtica fiesta.

Estoy hablando de ese mensajito inesperado, que dice «¿Estás para una cervecita?». Y, encima, la posibilidad… la fascinante libertad de poder decir «Sí! voy para allá»…

Eso sí que se extraña hasta los huesos.

Y entonces, cuando los festejos espontáneos escasean, cuando la nostalgia es tanta que duele; entonces cualquier celebración es bienvenida… el primer cumpleaños (con globos y todo!), el día del amigo y hasta el triunfo de la Copa América (aunque no me guste el fútbol). Porque lo que se extraña, lo que de verdad duele, es el ver gente con ganas de compartir; con motivos para celebrar y, sobre todo, con la posibilidad de hacerlo.

Y a veces fantaseo con que llegará un día… ese día.. en que finalmente por cadena nacional se nos libere del barbijo. Me imagino, no sé, el comunicado oficial, con un presidente sacándose el tapabocas en vivo y mandándolo al carajo. Y entonces pienso que ese día será una verdadera fiesta. Una espontánea, donde todos salgamos a la calle a volvernos loc@s de ganas de celebrar y compartir. A volver a vernos la cara, a reconocernos en la sonrisa del otro y a abrazarnos sin miedo.

Lo sueño y sé que a veces sueño demasiado. Porque también pienso que quizás no sea ese día, ni el siguiente… tal vez nos cueste mucho más sacarnos el barbijo, no sólo el físico, sino el otro, ése que se nos fue filtrando por debajo.