Tacitas de plástico rosa

En el 2020, el embarazo me obligó a darle un giro a mi dieta, no solo a la alimentaria sino, principalmente, a la informativa. Siempre cuento que comencé a leer muchas ficción liviana y a ver películas para adolescentes, pero el verdadero volantazo, en medio de la pandemia, fue dejar de consumir noticias.

Así que, con Lúa timoneando mi vida emocional desde el vientre, las noticias fueron estratégicamente desechadas para alivianar la carga emocional y el viaje continúo en «modo avión» por el resto de los nueve meses.

Una parte mía -la misma que aún no quiere hacerse cargo de la decisión- pensaba que esto era algo transitorio. Sin embargo, Lúa ya cumplió dos años y yo sigo en «modo avión», desconectada de la realidad o enterándome a cuenta gotas a través de las redes sociales. No voy a decir que todo esto no me ha generado un gran debate interno o cierto sentimiento de culpa. Pero, ha sido directamente proporcional a mi bienestar mental, estado que, sin duda, sigo priorizando. Así que, aunque no sea algo que me enorgullezca confesar, tampoco es algo que tenga planeado cambiar.

Pero hoy me topé con este artículo: ¿Has dejado de leer noticias a diario para ser feliz? El fenómeno global que lidera España que aunque se centra principalmente en España, me hizo caer en la cuenta de que, tal vez, Lúa no tenía nada -o al menos no tanto- que ver con lo que me estaba (y está) pasando con las noticias.

Lo que es cierto es que durante los últimos dos años y medio, vengo reflexionando mucho sobre lo que es, para mí, la calidad de vida; no en términos monetarios (esa la tengo pendiente) sino en el orden de la salud mental y el bienestar emocional.

Lúa es una de las grandes maestras que tengo en esta materia, para aprender a estar en el aquí y ahora; re-conectar con el juego y la imaginación; y habitar un mundo diferente, a través de las sensaciones y emociones. Un mundo que aunque coexiste con el que aparece en las noticias, no se le parece en nada.

Mientras se incendian las islas frente a Rosario, el aire se vuelve irrespirable, se multiplican las enfermedades y el ecosistema sufren daños irreparables. Los robos y la escalada narco dejan un tendal de víctimas a diario. Los precios se disparan y los salarios se desmoronan. La pandemia sigue sembrando incertidumbre y redefiniendo el modo en que nos vinculamos con los demás. Y una larga lista de abusos, femicidios y hechos de corrupción completan artículos de diarios y programas de información…

Mientras todo esto ocurre, casi como si fuera un delito, yo veo el mundo desmoronarse, abrazada a Lúa y su burbuja de juegos y fantasías. Y me pregunto si estaré haciendo mal o me estaré haciendo bien. Si tiene sentido bailar y olvidarse de todo. Si será egoísta, necio o despreciable, el sentarnos hoy, a tomar un té imaginario, en estas tacitas de plástico rosa.

«mientras el mundo se cae a pedazos

me gusta estar al lado del camino

me gusta sentirte a mi lado

me gusta estar al lado del camino

dormirte cada noche entre mis brazos»

Al lado del camino – Fito Paez

Dos (millones) años (de experiencias) juntas

Lúa cumple dos años y mientras una parte mía siente que el tiempo pasó volando: otra, lo vive como si hubieran sido siglos. Sí, los años pasaron demasiado rápido pero mi vida cambió tanto en este tiempo que, en realidad, me cuesta creer que no haya pasado como una década.

Hoy recuerdo muy lejana aquella sensación de extrañeza que me acompaño durante meses, tras el test de embarazo positivo. Mirarme la panza, anonada, pensando en todo lo que se comenzaba a gestar dentro mío.

Me recuerdo particularmente el día después, en el baño del que era por entonces mi trabajo (hoy, mi «ex ex trabajo» – sí, tantas cosas pasaron en solo dos años!). Me acariciaba el vientre, dudando de aquel sorpresivo resultado; un poco entusiasmada, otro tanto, asustada; sintiendo por primera vez una soledad jamás experimentada, por no poder compartir aún ese incierto resultado con nadie y por saberme en la antesala de algo que, estando dentro mío, vendría a trascenderme, a sacarme del centro de mi historia, para compartir ese protagonismo conmigo (y por momentos, incluso, llevárselo todo).

El embarazo fueron meses en los que mi mente quería absorber toda la información posible sobre parto y crianza, pero el resto de mi ser solo quería echarse a ver cine adolescente, comer dulces y disfrutar de mis desajustes hormonales en paz. En definitiva, una lucha contra mí misma, que me llevó a ver películas y comer alfajores, con un alto cargo de conciencia.

Finalmente, casi dos días de trabajo de parto y una cesárea que me enseñó que hay batallas que se ganan aún cuando se pierden, fueron el confuso escenario para la bienvenida de Lúa. Ahora podía ponerle rostro a mis fantasías y también a mis fantasmas, para comenzar a conocernos de verdad y a reconocernos a través de la piel.

Empezar a entender que ella era una persona diferente a mí; que su tiempo no era el mío y que no todo lo que le pasara tendría que ver conmigo; aún cuando todo mi tiempo y mi ser, ahora, giraban en torno a ella.

Así fue, y es aún, esto de separarnos; de dejar de ser una para aprender a ser tres: ella, yo y nosotras.

Ella, la que huye de los inevitables cambios de pañales, para caer pataleando en ellos; desordena consistentemente los juguetes; garabatea las paredes con entusiasmo; y la que también hace berrinches y me rasguña, para después arrepentirse, y brindarme el más fuerte de sus abrazo.

Yo, la que huye de los inevitables lugares comunes, para caer pataleando en ellos; la que desordena consistentemente su propia vida; garabetea los planes con entusiasmo; y la que también colapsa y le grita, para después arrepentirme y brindarle el más fuerte de mis abrazos.

Y nosotras, las que jugamos con la pelota y los muñecos, corremos carreras, nos escondemos, cantamos, bailamos pero también nos peleamos y reconciliamos. Nosotras, las que con nuestros aciertos y errores, crecemos; y las que hoy celebramos nuestros dos (millones) años (de experiencias) juntas.

El duelo de los días maravillosos

Y nos vinimos con Lúa a Santa Fe para pasar el fin de semana largo y reencontrarnos con su ”abu harta» (abuela Martha) después de un par de meses. El pronóstico era auspicioso: todo el fin de semana soleado y con temperatura primaveral. Ya empezaba a saborear las siestita a puro sol y mate.

Como no viajamos a menudo, me tomé el colectivo con miedo a tener que andar haciendo malabares para evitar berrinches y no molestar al resto de los pasajeros.

Y es que yo también estuve del otro lado, y lo único que deseaba entonces era que no me tocara sentarme al lado de un bebé cuando viajaba. Entiendo perfectamente que para muchos, el ritual del colectivo, que incluye escuchar música y dormir una profunda y anacrónica siesta, también es sagrado.

Pero una vez más mis preocupaciones me traicionaron y perdí el tiempo haciéndome la cabeza. Lúa se durmió apenas subió al colectivo y se despertó en Santa Fe. El alivio que experimenté me hizo rejuvenecer al menos 5 años.

El jueves ya estaba perdido porque llegamos después de las 4 de la tarde pero con todo el fin de semana por delante, no importaba demasiado este día soleado que dejábamos en el camino.

Sin embargo, la noche del jueves pintó un cielo oscuro sobre mis proyectos y Lúa inició una de sus ya conocidas sinfonías de tos, que me hacen bailar por la habitación de madrugada, al compás de un insolente catarro.

A la mañana siguiente, los mocos caían a mares, junto con mis planes de disfrutar del soleado fin de semana.

A la siesta, mientras el sol se metía sin miramientos a través de la persiana e iluminaba cruelmente toda la habitación, yo hacía el recuento de los maravillosos días de sol que había pasado encerrada en los últimos dos años, pandemia, beba recién nacida y catarros mediante.

Sé que parece injusto y que si algún día, Lúa, descubre estos apuntes, pensará que viví toda mi maternidad como si fuera una carga. Pero la verdad es otra.

Y es que para mí es muy importante tomar nota de cada espina, porque sé perfectamente que cuando este tiempo pase, solo quedará un recuerdo azucarado de estos primeros años.

Un día Lúa dejará de pedir teta y ’upa’, no se esconderá mas detrás de mis piernas cuando sienta vergüenza, ni vendrá corriendo a abrazarme cuando algo la asuste, gritando ”¡no pasa nada, no pasa nada!”.

Llegará ese momento en que toda esta dependencia se transformará en alas y yo esperaré verla volar feliz. Y cuando ese día finalmente llegue, sé que empezaré a idealizar todos los momentos que ahora pasamos juntas.

Sentiré que estos años fueron increíblemente mágicos y la nostalgia entrará en mi vida, como un caballo de Troya, disfrazada de buenos recuerdos.

Por eso, para cuando ese día llegue pienso armarme con toda mi batería de apuntes, para recordarme que además de preciosa, esta época fue para mí un desafío enorme.

Y si en el camino, hija hermosa, vos descubrís estas notas, también quiero que sepas que no quiero mentirme ni mentirte. Por eso, te hablaré del ’duelo de los días maravillosos’, estos increíbles días soleados que pasé acostada a tu lado, velando mocos de guardería.

Y espero que entonces comprendas que, aún cuando tuviera que resignar nuevamente los días más radiantes, elegiría volver a este fin de semana con vos siempre, para verte dormir otra siesta acurrucada a mi lado y abrazar tu infancia fugaz bajo mi ala.

La pola al ángulo

Escribo este post mientras dejo que una mascarilla verde para la cara me haga creer que no me he abandonado por completo. También escribo por eso, ahora que es el único momento en que puedo sentirme así. Ahora, mientras Lúa duerme.

Empiezo a pensar en este corrimiento del ego que nos pide la maternidad, esa sensación de que nuestra vida viene por detrás de la de nuestr@s hij@s. Interrumpo mi reflexión porque se acabó la siesta.. fue muy corta esta vez. Y al grito de ”teta teta tetaa” abrió la puerta Lúa y se apareció en el living. No le importa que tenga la cara verde, sigo siendo mamá y teta. Dos en uno.

Pasaron 24 horas y vuelvo a tratar de escribir. Otra vez Lúa duerme. Me enciendo un cigarrillo, en honor a este momento. Una de esas locuras que hago una vez al mes, también para decirme que a parte de una teta, tengo un cuerpo ansioso de tener independencia. Le doy solo dos o tres pitadas y lo dejo. Los cigarrillos ya no vienen como antes. Además de nicotina, se ve que ahora le ponen una buena dosis de culpa.

Sé que no queda mucho para que se despierte, así que trato de apurar algún pensamiento. Pero nada quiere salir y me detengo a envidiar un rato. Me preguntó qué estarán haciendo l@s demás… los que sí tienen una vida.

Lo sé, quizás estos 20 meses no sean el mejor momento para reflexionar sobre el tema. Pero acá estamos. Y es que el infinito amor que tengo hacia Lúa es directamente proporcional al placer que siento cuando finalmente se duerme. Y ahí es cuando llega toda la nostalgia por una vida que siempre fue generosa y que ahora me deja la sábana bien corta.

Y ahora estoy acá, robándole al día un par de minutos para hacer catarsis y repitiendo como un mantra que ”hoy no es siempre». Pero ya son muchos «hoy» los que se me acumulan y ese horizonte de maternidad relajada parece emanar tufo a utopía.

En un viaje mental me traslado a ese futuro deseado, en el que voy a estar escribiendo sobre lo fabuloso que es volver a hacer planes con amigas que duren más de 2 horas, hacer alguna actividad física o recreativa o tener proyectos nuevos.. Lo sé, vida, sé qué estás a la vuelta de alguna esquina y te voy a encontrar.

Creo que nadie reflexiona lo suficiente sobre lo que supone la mapaternidad cuando se pregunta si desea tener hij@s. Pero también creo que aunque lo pensemos demasiado, tampoco tendríamos ni la más pálida idea. Así de sabia es la naturaleza, anda siempre con suspenso para no espantar del todo.

El contexto también es fundamental. Vivir lejos de la familia y los amig@s, eso que antes era algo más del ámbito de la libertad de elegir adónde estar, ahora es más del terreno de la crianza en soledad. Porque la maternidad viene a cambiar la mirada y resignificar todo.

Durante el embarazo escuché mucho sobre la importancia de parir y criar ”en tribu». Y si hay algo de lo que estoy convencida hoy es de que hay que tener l@s hij@s previendo contar con ese gran círculo de contención cercano.

Si no, la mapaternidad se convierte en un laburo de doble jornada muy mal pago, donde no alcanza el cuerpo, ni la paciencia ni la plata. Y un día te descubrís corriendo detrás de la vida, arañando un minuto para poder escribir.

Sí, ya sé.. me volví una vieja de 42 años. Sabrán disculpar pero mientras Lúa duerme me doy esa licencia… la de dejarme ser. Porque se va a levantar dentro de un ratito y va a querer jugar con la «pola» («pelota») y yo voy a tener que dejar toda la paja mental, para sonreír y correr detrás de la pola. Aunque ahora no tenga ni ganas de correr ni de sonreír, porque ella se va a reír con tantas ganas que me las va a acabar contagiando.

Sí, así de sabia también es la vida. Cuando ve que aprieta demasiado, te tira un buen centro, con una «pola» que se clava en el ángulo, detrás de una sonrisa con ocho dientes, una carcajada redentora y un abrazo resucitador.

Alguien de fiar

Cuando tenía 10 u 11 años yo podía hacer las compras sin dinero. ¡Te lo juro! Existía una pequeña libretita de «fiado» con la que iba al súper o a la librería y volvía a casa con la bolsita de los mandados llena sin meter mano en el bolsillo. Una especie de pago virtual pero diferente del de ahora. Ni tarjeta de débito ni de crédito. Digamos como un sistema de confianza no bancarizada que se saldaba siempre a fin de mes.

Pero algo cambió. Y no sé bien qué. De verdad. Porque no es que antes, hace 30 años, la economía funcionara diferente que ahora. Es más.. Parte de lo que recuerdo debió haber sucedido en tiempos de la hiperinflación.

Sin embargo, algo cambió. O nosotros cambiamos. Las ciudades o las gentes se volvieron más anónimas, quizás «menos confiables». Y los cartelitos de «Aquí no se fía» se convirtieron en un clásico que ya no hace falta ni colgar, por presupuesto.

Hoy, con suerte, el kiosco de la esquina te fía los envases; o te los cobra y te anota el monto en un papelito cualquiera, siempre mal cortado, para que puedas reclamarlo después, si tenés la fortuna de no perderlo.

La libretita de fiado se volvió símbolo de una época en la que las cosas no eran mejores pero la confianza quizás tenía mejor publicidad.

Me viene también a la mente todas las veces que al contar la anécdota de que, en el País Vasco, cuando vas a comer unos pintxos, te cuentan la cantidad de palillos que dejaste para saber cuántos comiste y así cobrarte… siempre alguien salta: «¿Y cómo? ¿La gente no puede escondérselos o tirar algunos?». Y sí, alguno habrá pero evidentemente no es la mayoría.

Creo que a la mayoría nos sigue gustando pensar que somos de fiar, tal vez, porque es una forma de sentir que nos podemos fiar también del otro.

Pero es cierto que, si bien los hay en todo el mundo, somos los argentinos los que tenemos la fama de ‘avivados»… de aprovecharnos de la confianza del otro. Y es raro porque a mí me pasa justo lo opuesto. Y me jode bastante que «argentin@» sea siempre «otr@».

«Es que vosotros habéis hecho mucho daño por estos lados», me dijo una vez un conocido, refiriéndose a una ola de estafadores aparentemente todos argentinos que pasaron por la península ibérica aprovechándose de la buena fe de los lugareños. «Porteños», me dijo un argentino; «cordobeses», afirmó otro.

Y será que no conozco tanta gente como para afirmar nada, pero los argentinos que he conocido afuera solo buscábamos una oportunidad para vivir mejor, estudiando, trabajando y persiguiendo esa ilusión de encontrar «nuestro lugar en el mundo».

Voy y vengo con el pensamiento pero así me va la cabeza en estos momentos, porque pienso en las reuniones de coaching que tenemos en el trabajo y una frase que se repite hasta el cansancio: «dejar de retroalimentar patrones o conductas de las que después nos quejamos»…

Y es loco porque, tal vez, también aplique. Quizás, si volviéramos a tomar la libretita de «fiado», si dejáramos de pensar que el avivado es el de al lado y nos animásemos a confiar en los «palillos que el otro deja en el plato», por ahí nos daríamos cuenta que somos más los argentinos de fiar y, quién sabe, empezaríamos a confiar también un poco más en nosotros mismos.

Balances desorientados

Escribo este cierre de año sin la más remota idea de lo que quiero decir. Pero es la única forma en la que pude escribir este año. Ni el tiempo, ni las fuerzas alcanzaron para más. Ahora entiendo por qué tanta gente me decía que cambiar de trabajo con Lúa de 6 meses era muy arriesgado.

No me puedo borrar de la cabeza la cara de mi ex jefe preguntándome asombrado: «¿Estás segura de lo que vas a hacer?». Lógico, en medio de una pandemia, con más de 40 años y con una beba de 6 meses…

No, por supuesto que no estaba segura de lo que estaba haciendo. No tenía la más remota idea. Pero muchas veces esa fue la única forma que encontré para hacer lo que deseaba.

Tampoco tenía claro si quería ser madre cuando Lúa llegó a mi vida. Pero en alguna parte, muy dentro mío, había decidido que no deseaba no serlo.

De las lecciones importantes que la vida me ha enseñado hasta acá, creo que estas son dos fundamentales:

-No existe el momento indicado. Ni el bueno ni el malo. Los momentos son solo eso, momentos. Y todo el tiempo estamos decidiendo: cambiar lo que no nos gusta o conservar lo que queremos.

-Porque para tomar decisiones tampoco es necesario tenerla clara. Saber que una no quiere estar en un lugar, en una posición o en un rol, no es suficiente para saber a dónde sí quiere estar, pero es un primer paso. Y a veces es todo lo que tendremos. Descubrir a dónde deseamos estar puede ser un recorrido más bien largo y zigzagueante.

Y aunque parezca que sigo sin ir a ningún lado, creo que ya me dije (o recordé) todo lo que necesitaba para este fin de año:

Esta noche brindaré por la vida que a diario me desorienta, quizás, solo para recordarme que lo importante es el camino.

El 2022 me encontrará otra vez buscando algún rumbo.. A veces sin tener la más remota idea de por donde ir, otras confiando más en la intuición que la razón, pero siempre encontrando buenas excusas para seguir adelante.

Feliz año. Feliz recorrido!

La terapia de lo que nunca pasó

Después de 6 años me volví a encontrar con Lore, una de esas amistades-familia que me regaló Barcelona. Casi tod@s tenemos alguna Lore en nuestra vida, con quien no importa cuánta distancia haya pasado, encontrarnos es siempre como si nunca nos hubiéramos separado.

Dos cervezas y una hora en un bar fue todo lo que pudimos robarle a ese domingo que la traía de paso express por Rosario. «Estás igual», nos dijimos mutuamente, porque así lo sentimos. No importaba que ahora las dos fuésemos madres y hubiésemos pasado los 40. En muchos sentidos, seguíamos siendo las mismas soñadoras que amábamos darle vueltas a la vida desde las escalinatas de la parroquia de la Plaza de la Virreina.

«A veces fantaseamos con volver. Vos no?», dispara la pregunta infaltable. A lo que siempre le siguen un montón de «por qué sí» y «por qué no». Y lo contrafáctico que se va colando con los años en todas las conversaciones. «A veces pienso por qué no estudié otra cosa», dice y abre las puertas de ese torbellino de incertidumbres por el que tod@s nos dejamos arrastrar de tanto en tanto…

¿Haber hecho algo diferente en el pasado es garantía de algo? O en todo caso, ¿asegura conseguir lo que deseamos? Será que tanto «Volver al futuro» y «Efecto mariposa» nos han convencido de que una decisión tomada en el pasado puede llegar a determinar el curso de los acontecimientos presentes y futuros.

Como si de una sola decisión pasada dependiera todo este universo de causas y azares que es la vida. ¿Sería más feliz, estaría mejor económicamente, tendría más suerte o estaría más tranquila, si tal vez hubiera recorrido otro camino o perseguido otros sueños?

Es inevitable caer de tanto en tanto en lo contrafáctico, sin embargo, estoy convencida de que la vida es más parecida a «El día de la marmota» que a las dos películas anteriores. Y que por más que cambiemos todas las decisiones tomadas en el pasado, si no cambiamos nuestro modo de ser (estructuras mentales que determinan nuestro sentimientos y comportamientos), el resultado, al menos a nivel de nuestra propia percepción-emoción, seguirá siendo el mismo.

Lo contrafáctico tiene el romanticismo de una tarde lluviosa y el cinismo de la autoayuda. Es capaz de hacernos sentir una intensa nostalgia por algo que -de cualquier modo- probablemente nunca hubiera sucedido. Es tan mentiroso como necesario. Es terapia a medida de un domingo callado, en el que el mejor calmante para la inquietud del alma es la fantasía.

Siempre dije que no me arrepentía de ninguna de las decisiones que tomé en la vida y es verdad. Pero a la vuelta de la esquina igualmente, cada tanto, me asalta un «y si hubiera», como respuesta a las miles de preguntas que jamás podré responder.

Ya caía la noche cuando nos despedimos. Lore siguió de viaje con su familia y yo tomé un taxi de vuelta a casa, con un par de «si hubiera» de acompañantes, mirando de reojo la ciudad y dudando de todas mis certezas.

Confesiones de una pecho frío

Soy bastante reacia a los festejos forzados. No importa si es un cumpleaños de quince, unas bodas de oro (o criptomoneda), el día del amigo o, incluso, el cumpleaños de un año de mi hija. Sí, este último punto en particular representó mucho debate. Por suerte, no con David, que en eso está bastante de acuerdo conmigo. Pero mi suegra y mis amigas presentaron batalla.

«¿Cómo no le vas a festejar el primer cumpleaños?» «¿Y la foto?» «¿Y la torta?» «¿Te lo va a reclamar cuando crezca?»

¿En serio? Sí.. En resumen, para no herir los sentimientos de la suegra, ella le hizo una torta a Lúa y le arregló un pequeño festejo. Okey. Ya tenemos foto y filmación de primer cumpleaños.

No voy a ahondar mucho en detalles porque creo que esto es lo mismo que el #TeamVerano y #TeamInvierno, el que lo siente como yo, me va a entender y el que no… eso… no.

Mi argumento es el de una típica pecho frío, no los voy a engañar. Para mí no tiene nada de particular ese día, en comparación con el resto de los 364 del año. Y te puedo discutir a muerte que mi hija me vaya a pedir foto del primer cumpleaños en lugar de relatos sobre todo nuestro primer año (pandémico) juntas. Pero da igual, los amantes de la celebraciones no lo van a entender. Ni tampoco me van a cambiar el pensamiento… excepto por un detalle.

La pandemia. Porque ésta sí que vino a movernos un poco el piso a los anticelebraciones. Acostumbrad@s, como estábamos, a que nos convoquen (algunas más, algunos menos) a un par de celebraciones al año -¡y a poder negarnos a ir! Nos encontramos ahora con este cúmulo de rechazos apelotonados en nuestro interior. Y, lo que es peor, hasta añorando la posibilidad de amontonarnos y festejar cualquier cosa.

Porque si bien los anticelebraciones menospreciamos las fiestas convencionales y nos rebelamos ante la terquedad de su existencia. En cambio, abrazamos con todo nuestro ser los festejos espontáneos, impulsivos, esos que surgen en el momento menos pensado (pero más esperado). Esas reuniones mínimas, que en el mismos momento en que nacen, se abren camino e irrumpen para transformar la cotidianidad en una auténtica fiesta.

Estoy hablando de ese mensajito inesperado, que dice «¿Estás para una cervecita?». Y, encima, la posibilidad… la fascinante libertad de poder decir «Sí! voy para allá»…

Eso sí que se extraña hasta los huesos.

Y entonces, cuando los festejos espontáneos escasean, cuando la nostalgia es tanta que duele; entonces cualquier celebración es bienvenida… el primer cumpleaños (con globos y todo!), el día del amigo y hasta el triunfo de la Copa América (aunque no me guste el fútbol). Porque lo que se extraña, lo que de verdad duele, es el ver gente con ganas de compartir; con motivos para celebrar y, sobre todo, con la posibilidad de hacerlo.

Y a veces fantaseo con que llegará un día… ese día.. en que finalmente por cadena nacional se nos libere del barbijo. Me imagino, no sé, el comunicado oficial, con un presidente sacándose el tapabocas en vivo y mandándolo al carajo. Y entonces pienso que ese día será una verdadera fiesta. Una espontánea, donde todos salgamos a la calle a volvernos loc@s de ganas de celebrar y compartir. A volver a vernos la cara, a reconocernos en la sonrisa del otro y a abrazarnos sin miedo.

Lo sueño y sé que a veces sueño demasiado. Porque también pienso que quizás no sea ese día, ni el siguiente… tal vez nos cueste mucho más sacarnos el barbijo, no sólo el físico, sino el otro, ése que se nos fue filtrando por debajo.

Despertares

«Acordate bien lo que te digo: un día te vas a ir a dormir con 18 años y te vas a despertar con 30», dijo con aires de buen entendedor y dejó la frase ahí, flotando como una bomba a punto de estallar.

La advertencia no iba dirigida a mí sino a un chico con el que yo salía en la secundaria. Pero la onda expansiva fue tan fuerte que aún puedo escuchar el eco retumbando en mi cabeza.

Esa frase, tan oída al pasar, adquirió un peso mucho mayor del que seguramente imaginó quien la dijo. Porque así de caprichosas e independientes son las palabras. Una vez que las liberamos, cobran un vuelo impredecible.

Y como, además, nunca un frase es del todo azarosa (al menos para mí), la idea de que ese salto temporal se daría cuando me «durmiese» se transformó en una máxima para mi vida: «No hay que dormirse más de lo necesario».

Sin embargo, eso no amortiguó en nada el paso del tiempo. Un día, finalmente, llegaron los 30 y los festejé en una terraza en Barcelona.

Quizás, pensé entonces, dormirse no quería decir «no hacer nada» (como yo había entendido), sino «vivir haciendo», ocupada, con el pie en el acelerado, preocupada por no saber lo suficiente, no hacer lo necesario o no aprovechar del todo cada oportunidad.

De esa manera, como en una profecía auto-cumplida, «desperté» ese día a la vida adulta. 

Y a fuerza de experiencias, se me cambió la piel y la mirada. Los años se hicieron más difíciles de sobrellevar, con más preocupaciones y menos tiempo libre. El cuerpo y la mente se «adultecieron» pero no pude evitar que una parte mía se quedase allí, en los 18 años. Como una niña, indefensa y paralizada, frente a ese desconocido que me descubrió el misterio del implacable paso del tiempo.

Pero la magia divina siguió su curso y pronto se hizo carne de nuevo, cuando volví a despertar, la mañana de mis 40. Otra vez en Argentina, a tan solo unos meses de que Lúa entrase en mi vida y con ella, una nueva respuesta al interrogante sobre el tiempo y el significado de «dormirse». 

Porque ella «me despierta» continuamente, con cada nuevo gesto y movimiento, con los dientes que se asoman y los primeros balbuceos. No me deja nunca «dormir» más de la cuenta y me recuerda que nuestra cita es «aquí y ahora» porque mañana será su turno de despertar a los misterios de la vida. 

Suerte y deseo

Cuando el farmacéutico me entregó el test de embarazo y me dijo «suerte», pensé que aquella palabrita era tan ambigüa como acertada para la ocasión. Me pregunté qué sería «tener suerte» para mí. El tema de traer un@ hij@ al mundo tenía tantas aristas para analizar que aún no lograba descubrir dónde situar mi deseo. En cualquier caso, no esperaba estar embarazada y tenía más de una duda sobre si éste (o cualquier otro) sería momento oportuno para ello.

Mientras abría la puerta del pasillo que conduce a mi casa, hacía un notable esfuerzo por conectar al 100% con mi sensaciones físicas, y confirmar que no sentía absolutamente nada «distinto» a lo habitual. Ergo: no estaba embarazada y había sido al pedo gastar dinero en este bendito test por un simple atraso.

Hoy, casi un año después de aquel día, miro a Lúa (ya de 3 meses) y sigo sin poder creer que haya salido de adentro mío. El 99% del tiempo no me detengo a pensar en el tema, pero hay un momento en el día en que la miro y no puedo evitar preguntarme cómo carajo pueden dos células convertirse en esta hermosa personita que tengo a mi lado.

No salgo de mi asombro. Y pienso que son incontables las veces que vemos los avances tecnológicos y se nos vuela la cabeza, pero muy pocas las que nos dejamos maravillar por el poder y la fortaleza de la naturaleza, con su capacidad de reproducirse, transformarse, avanzar y sobrevivir.

Veo a Lúa prendida a mi pecho, a la teta que produce su alimento, y sigo sin poder creer que es mi propio cuerpo el que ahora le está «dando» de comer. Y subrayo (a pedido de mi psicóloga) que soy yo la que le estoy «dando» el alimento, porque los fantasmas también invaden este cuerpo que materna y se siente «consumir».

Un cuerpo que se pierde en una pequeña boca, que es tomado y retenido, a veces por extensos tramos de tiempo, a veces con una voracidad supina. El desconcierto me inunda y flotan los espectros de mi inconsciente porque me siento retenida, devorada, sustraída. Veo como la belleza infinita y ambigua de ese diminuto abrazo nutritivo cura viejas heridas pero abre nuevas y profundas llagas.

La maternidad es un animal extraño que te embiste con toda la potencia de la naturaleza y te deja la piel, el corazón y la cabeza en carne viva. Los límites se vuelven difusos, el amor crece y a su lado germinan, a gran velocidad, el temor y el desconcierto.

Hoy, cohabitan en mí el asombro y el ahogo; el amor y el miedo; el placer y el dolor; el deseo y el hartazgo. Porque soy naturaleza maravillosa y «maravillante» pero también cultura deseante, incompleta y frágil… hoy estoy quebrada y de mis grietas surgen luces que encandilan y sombras que intimidan.

No puedo más que amar y abrazar esta dualidad tan confusamente humana. Esta dulce aspereza que me recuerda que soy cuerpo finito y deseo desbordante.

Y es ahora que siento un arrebato… unas ganas muy fuerte de caerme de nuevo por aquella farmacia, para que el dependiente sepa, por fin, cuánta suerte que tuve.