Confesiones de una pecho frío

Soy bastante reacia a los festejos forzados. No importa si es un cumpleaños de quince, unas bodas de oro (o criptomoneda), el día del amigo o, incluso, el cumpleaños de un año de mi hija. Sí, este último punto en particular representó mucho debate. Por suerte, no con David, que en eso está bastante de acuerdo conmigo. Pero mi suegra y mis amigas presentaron batalla.

«¿Cómo no le vas a festejar el primer cumpleaños?» «¿Y la foto?» «¿Y la torta?» «¿Te lo va a reclamar cuando crezca?»

¿En serio? Sí.. En resumen, para no herir los sentimientos de la suegra, ella le hizo una torta a Lúa y le arregló un pequeño festejo. Okey. Ya tenemos foto y filmación de primer cumpleaños.

No voy a ahondar mucho en detalles porque creo que esto es lo mismo que el #TeamVerano y #TeamInvierno, el que lo siente como yo, me va a entender y el que no… eso… no.

Mi argumento es el de una típica pecho frío, no los voy a engañar. Para mí no tiene nada de particular ese día, en comparación con el resto de los 364 del año. Y te puedo discutir a muerte que mi hija me vaya a pedir foto del primer cumpleaños en lugar de relatos sobre todo nuestro primer año (pandémico) juntas. Pero da igual, los amantes de la celebraciones no lo van a entender. Ni tampoco me van a cambiar el pensamiento… excepto por un detalle.

La pandemia. Porque ésta sí que vino a movernos un poco el piso a los anticelebraciones. Acostumbrad@s, como estábamos, a que nos convoquen (algunas más, algunos menos) a un par de celebraciones al año -¡y a poder negarnos a ir! Nos encontramos ahora con este cúmulo de rechazos apelotonados en nuestro interior. Y, lo que es peor, hasta añorando la posibilidad de amontonarnos y festejar cualquier cosa.

Porque si bien los anticelebraciones menospreciamos las fiestas convencionales y nos rebelamos ante la terquedad de su existencia. En cambio, abrazamos con todo nuestro ser los festejos espontáneos, impulsivos, esos que surgen en el momento menos pensado (pero más esperado). Esas reuniones mínimas, que en el mismos momento en que nacen, se abren camino e irrumpen para transformar la cotidianidad en una auténtica fiesta.

Estoy hablando de ese mensajito inesperado, que dice «¿Estás para una cervecita?». Y, encima, la posibilidad… la fascinante libertad de poder decir «Sí! voy para allá»…

Eso sí que se extraña hasta los huesos.

Y entonces, cuando los festejos espontáneos escasean, cuando la nostalgia es tanta que duele; entonces cualquier celebración es bienvenida… el primer cumpleaños (con globos y todo!), el día del amigo y hasta el triunfo de la Copa América (aunque no me guste el fútbol). Porque lo que se extraña, lo que de verdad duele, es el ver gente con ganas de compartir; con motivos para celebrar y, sobre todo, con la posibilidad de hacerlo.

Y a veces fantaseo con que llegará un día… ese día.. en que finalmente por cadena nacional se nos libere del barbijo. Me imagino, no sé, el comunicado oficial, con un presidente sacándose el tapabocas en vivo y mandándolo al carajo. Y entonces pienso que ese día será una verdadera fiesta. Una espontánea, donde todos salgamos a la calle a volvernos loc@s de ganas de celebrar y compartir. A volver a vernos la cara, a reconocernos en la sonrisa del otro y a abrazarnos sin miedo.

Lo sueño y sé que a veces sueño demasiado. Porque también pienso que quizás no sea ese día, ni el siguiente… tal vez nos cueste mucho más sacarnos el barbijo, no sólo el físico, sino el otro, ése que se nos fue filtrando por debajo.

La desnudez de la pandemia

Una buena costumbre que adopté para no enloquecer durante esta maternidad pandémica es hacer caminata por las tardes. Aprovecho esa hora de soledad para también hablar por teléfono con alguna amiga. Terapia por partida doble, lo llamo yo. Así, me aseguro un momento -sin interrupciones- para mí. Ejercito el cuerpo, despejo la mente y hago catarsis cuando lo necesito.

El sábado fue uno de esos días. Me calcé el teléfono al bolsillo, con el cable bien oculto para evitar tentar a los amigos de lo ajeno y la llamé a Lucila. Mi semana había estado cargadita de noticias, así que agradecí tener a mi amiga del otro lado de la línea para escucharme.

Salí a la calle, llevaba un relato enardecido y movía las manos al hablar, unas vecinas me miraron extrañadas. Saludé con la mano sin abandonar mi conversación. Absorta en la cronología de una semana que había incluido, entre otras, marchas y contramarchas en la reparación del techo de mi casa -obra que trastabillaba ante la falta de materiales, la suba del dólar y los desacuerdo con la arquitecta. Avancé hacia calle Pellegrini, reparando muy poco en el escenario.

Una vez en la avenida, me dirigí hacia el centro. Era una tarde agradable, así que bares y negocios mostraban una concurrencia bastante amplia. Para cuando ya promediaba un par de cuadras sobre Pellegrini, mi monólogo sobre el fin de semana había acabado, sin embargo, sentía que había algo en la mirada de la gente que no era usual.

Probablemente fue sentir mi mano en el rostro, en un gesto inconsciente, lo que me hizo reaccionar: ¡No llevaba barbijo! Como tantas otras veces, había salido de casa apurada, olvidando colocarme el tapabocas. Pero, a diferencia de las anteriores ocasiones, esta vez, recién pude notarlo cuando ya me había alejando unas 10 cuadras.

De repente me sentí expuesta, vulnerable… desnuda! No era curiosidad o extrañeza lo que había visto en los ojos de mis vecinas y de la gente. Eran miradas acusatorias, indignadas o molestas. Quizás, hasta prejuzgando mi actitud como un desafío. El peso de mis propios prejuicios se me vino encima.

Lo primero que atiné a hacer fue salir de la avenida. Pensé comprarme un barbijo en el primer local que encontrase. Pero ya lo dijo Murphy, «buscarás un lugar donde comprar tapabocas y solo encontrarás tiendas de gastronomía». Bueno, no lo habrá dicho así pero seguramente lo hubiera pensado si hubiera vivido en esta época, donde absolutamente todo se ajusta a su hipótesis inicial: «Si algo malo puede pasar, pasará».

Revisaba con vista de lince los locales al pasar y negaba por lo bajo, comprendí que aún cuando encontrase un negocio que vendiera los barbijos, difícilmente me animaría a entrar si había gente adentro. Decidí emprender una rauda retirada hacia mi domicilio. Apuraba el paso, intentando esconder el rostro. Fue entonces que comprendí como se sentía la desnudez.

Para algunos podía ser un simple topless, para otros la exhibición de sentimientos profundos o de imágenes íntimas, tal vez, hasta las demostraciones de sensibilidad o afecto, y ahora, para mí, lo era la falta de tapabocas. Nada más subjetivo que la desnudez, pensé. Cayendo en la cuenta de cuán vulnerables y desnudos estamos. Cuántas fragilidades ha expuesto la cuarentena, cuántos temores, angustias, soledades.

Nos sentimos desnudos porque carecemos de algo que creemos que deberíamos tener. Salimos a la calle con la boca y la nariz cubiertas, sintiendo que la tela nos protege del virus. Sin embargo, no hay máscara para todos los demás fantasmas: ni las fotos de Instagram, ni las actividades virtuales, ni siquiera, el ocuparnos obsesivamente de la casa.

Estamos desnudos y solos. Así como llegamos al mundo. Incluso si pasamos la cuarentena con alguien, seguimos solos con nuestras incertidumbres y temores. Nos paralizamos, a veces. Nos entusiasmamos, otras. Nos mentimos, de tanto en tanto. Porque jamás, como ahora, hemos tenido tanta certeza de nuestra vulnerabilidad: la física y la emocional.

Estamos desnudos y, por eso, podemos vernos con mayor sinceridad.

Solo por hoy

Hoy, que no sé si es lunes, miércoles o domingo, Lúa cumple 2 meses. Lo sé porque con David veníamos anticipándolo. En días como estos creo entender el modo en que experimentan la realidad mis perros, en una secuencia de día y noche, que no es más que un continuo del tiempo y del espacio cargado de repeticiones autómatas y predecibles. Pero ellos igual se alegran -como si fuera algo inusual- cada vez que nos levantamos en la mañana o entramos a casa después de hacer alguna compra. A mí, en cambio, cada vez me producen menos placer mis rutinas en el encierro.

Es de madrugada y yo estoy sentada sobre la cama, con la espalda completamente doblada y con el escenario de mis piernas cansadas, engordadas y sin depilar de fondo. Entonces pongo a Lúa sobre mi regazo y dejo que se adueñe de mi pecho. Medio dormida, yo me convierto en teta silenciosa; completamente dormida, ella succiona con precisión, como en un acto reflejo, casi involuntario. Pasa más de 20 minutos así, sin abrir los ojos, extrayendo de mí, todo lo que necesita.

Succiona de manera constante y prácticamente imperceptible, del mismo modo en que crece. Hace poco comenzó a dar sus primeros balbuceos y cada vez presta más atención, sonríe más y está mucho más conectada con la realidad. Progresa rápidamente. Y me sorprendo con el irónico contraste de un mundo que está como paralizado y en llamas, pero en el que ella, igualmente, crece, encarnando el triunfo de la terquedad de la naturaleza frente al imbatible virus, las tóxicas noticias y el nocivo ser humano.

Aún así, no puedo evitar pensar también que Lúa se conecta a una realidad en donde no puede ver ni oír a sus abuelas, prim@s, tí@s o amig@s. Es una realidad donde no hay salidas a la calle, donde muy pocas veces y de casualidad le ha dado un rayito de sol y un poco de aire libre. Es un ahora con menos colores, menos aromas, menos voces, menos brazos que la alcen…

En muchos sentidos, me angustia esta versión limitada de la realidad que le ofrezco. Pero Vivi me tranquiliza, me explica que, durante los primeros meses, Lúa tan solo me necesita a mí. Soy el único estímulo que precisa para desarrollarse saludablemente. Hoy, yo soy suficiente.

Entonces vuelvo a mirarla succionar mi pecho y noto que su boca se rebasa por un instante; se ahoga pero tose, toma una bocanada de aire y sigue… persiste. Su puño cerrado, asido a la teta, es símbolo de lucha, marca terreno, planta bandera. Lúa toma posesión de mi pecho, con la convicción de quien se aferra a lo que en buena ley le corresponde. Luego, aparta su boca y respira. Siempre con los ojos cerrados, apoya la cabeza sobre mi (SU) teta y me regala una sonrisa embriagada y abatida por el cansancio.

Una cálida sensación de bienestar me recorre ahora la espalda encorvada, atravesando mi tripa todavía hinchada y remallada por la cesárea. Y me doy cuenta de que Vivi tiene razón, que «por ahora» Lúa tiene todo lo que necesita. Porque da igual si el mundo colapsa allá afuera, ella seguiría sonriendo feliz (acá adentro), abrazada a su teta y a su madre.

Sé que no será así por mucho tiempo, así que me aferro a esta idea de saber que, hoy, soy todo lo que ella necesita. La contemplo así por un momento, derrumbada y complacida, descansando sobre mí. Y me digo que «solo por hoy», también ella será suficiente para mí. La calzo sobre mi hombro y golpeo suavemente la parte baja de su espalda. Lúa se retuerce un momento y suelta finalmente un provecho que la alivia. Ahora ambas descansamos satisfechas.

Lúa, la laringomalacia y yo

Cuando yo tenía menos de un año de edad, mi hermano debió pasar un mes entero internado en Buenos Aires. Como papá y mamá tenían que viajar continuamente, me dejaron en casa de Silvia y Luli, donde podía ser cuidada y mimada como corresponde.

Aunque es científicamente incomprobable, siempre tuve la intuición de que ese hecho -un poco azaroso y otro poco planificado- también marcó en cierta medida mi personalidad. Creo que hubo algo en esa travesía del «brazo en brazo» en donde comencé a disfrutar del placer por explorar nuevos rincones y se empezó a gestar -aunque sea como un remoto destello- cierta atracción por descubrir ese «exterior» y ese «otro», que alguna vez fue la casa de Silvia y Luli, y otras, Dublín, Barcelona o Rosario.

Aunque a veces es imperceptible, tengo el convencimiento de que cada pequeño detalle que vivenciamos nos marca de un modo único, principalmente en los primeros años de nuestra vida. Es eso lo que me lleva a preguntarme de qué manera afectará a Lúa este contexto de cuarentena y pandemia, y más aún, de qué modo la impactará este contexto más inmediato que soy yo, mis sentimientos y emociones.

Mi sombra y mi sanación

Hace un par de meses Gimena me prestó el libro «La maternidad y el encuentro con la propia sombra», de la terapeuta Laura Gutman. Y mucho de lo que allí refiere la autora tiene que ver con esto, principalmente, con esa fusión emocional que se produce entre madre-hij@, durante los dos primeros años de vida y que implica una interpelación mutua.

«Todo lo que la mamá siente, lo que recuerda, lo que la preocupa, lo que rechaza, el bebé lo vive como propio, porque en este sentido son dos seres en uno», dice la autora y explica que, en esta etapa, ambos «son» en la medida de esa fusión. Y más aún, según Gutman, el bebé siente como propio principalmente aquello que la mamá no puede reconocer, lo que no reside en su consciencia, lo que ha relegado a la sombra.

Esa sombra de la que habla la autora es un concepto que refiere fundamentalmente a cuestiones que la mamá arrastra y que se reflejan en la sintomatología del bebé. Es por esto que afirma que «todo lo que manifiesta el bebé en los dos primeros años corresponde en realidad al sentir de la madre».

Pandemials

Siguiendo la línea de razonamiento de Gutman, no sé cómo interpretará Lúa en el futuro estas etapas (embarazo, parto y maternidad) que hemos transitado en aislamiento, privándonos (y privandola) de muchos afectos y momentos de encuentro y contención con familiares y amigos; pero sí puedo intuir el modo en que mi vivencia personal la está interpelando hoy.

Estoy segura de que este mismo pecho que ahora la alimenta, también le comunica mis emociones y sentimientos actuales. Y quizás, por eso, este hipo ruidoso y reiterado la acompaña desde la panza, como una reacción innata frente a la avidez, la voracidad y la impaciencia que a menudo me doblega; es decir, como un mecanismo de defensa frente a todas mis ansiedades.

Dicen que una de las causas más comunes del hipo es el comer demasiado de prisa y tragar aire. Por eso, no me resulta extraño que ésta sea una reacción natural del inexperto diafragma de Lúa a la vorágine emocional que atravesamos en estos tiempos pandémicos. Tal como lo veo yo, su hipo parece más bien un oportuno reclamo: Detenete! Respirá! y saboreá este momento y nada más.

Y ahora me sorprendo pidiéndole a ella «que coma más despacio y con calma». Me sorprendo justamente porque siento que, en realidad, es ella la que me lo está pidiendo a mí. Y, también por eso, la Laringomalacia diagnosticada viene a reforzar su reclamo.

Su cuerpo, mi maestro

A decir de los médicos, la laringomalacia es una patología bastante común en los recién nacidos, de índole madurativa, causada por la falta de desarrollo de la laringe. Suele manifestarse como un ruido al respirar y cierta dificultad para alimentarse y, en general, puede resolverse sola luego de los 6 meses o el primer año de vida.

Ahora, si me preguntan a mí, la laringomalacia no es otra cosa que un telegrama bajo la puerta. Aunque para algunos esto parezca una forzada ilación de hechos inconexos, para mí, el diagnóstico real es ése: mi hija hablándome en el único idioma que conoce, el de su cuerpo, tan minúsculo y permeable como sabio y elocuente.

La laringomalacia es tan solo un comunicado, a través del cual Lúa me pide que deje a un lado las ansiedades, que empiece a saborear la vida, a degustarla día a día, a disfrutarla más y tramitarla menos.

Y si yo no creyera que ella me ayuda a revelar mi propia sombra, si no confiara en que me devuelve un reflejo de lo que soy y lo que cargo, creo que estaría condenándome a la desconexión y la indiferencia, primero entre nosotras y luego, conmigo misma. Por eso, no quiero perder esta oportunidad de aceptar esta invitación a transformarme y a evolucionar juntas.

Mi pequeña complice

Errada o no, mi lectura me hace responsable, me obliga a desarmar el ovillo en busca respuestas, a indagar en mis ansiedades y temores para intentar «entenderlos» y convivir más armoniosamente con ellos. Y ya no digo «resolver» ni «solucionar» porque hace tiempo que entendí que nosotr@s somos las mochilas que llevamos.

Creo que las ansiedades no se resuelven porque no son más que un síntoma, que viene y que va en respuesta al modo de gestionar nuestras emociones en cada momento. Se convive con ellas en un encuentro y un choque permanente. Algunos días las surfeamos con éxito y nos creemos todopoderos@s; otros, nos ahogan con furia y sentimos como las puntas de nuestros pies rozan el vacío. Pero ahí están, cada día, como un espejo de lo que somos, de lo que amamos y tememos, marcándonos la frontera entre el apego y la libertad; la comodidad y el disfrute; el subsistir y el vivir a pleno.

Mi pequeña maestra de menos de un mes de vida dice todo lo que mi corazón calla y se ofrece como la excusa perfecta para que yo deje de inventarme otras excusas. No sé cómo interpretará Lúa esta vivencia en el futuro, pero ser consciente de cómo la afecta hoy, implica un desafío por partida doble. Somos cómplices y aprendices. Ella espera de mí, lo que yo tanto quisiera poder darme.

Vivir desmembrad@s

Lo comentábamos hoy con Daniela y pienso que no somos poc@s l@s que nos preguntamos ¿cómo haremos para volver a la rutina del afuera? Me parece increíble estarnos planteando esto, porque creo que ni ella ni yo nos hubiéramos considerado personas «caseras» antes de la pandemia; por el contrario, nos avala una trayectoria de años de cuerpos y mentes inquietas y migrantes.

Pero, de repente, mi aversión hacia la cocina mutó hacia un sentimiento mucho menos antipático que el que me genera salir a hacer compras. Además, si bien extraño mi rutina de caminata, cada vez que tengo que ir al cajero (lo más homologable a un paseo que se me ocurre) demoro casi una hora en decidirme a salir.

He tenido en mi vida otros momentos de una cierta «fobia social» (autodiagnosticada, claro), por ejemplo, cuando regresé a la Argentina. Y a cuento de ello había escrito también un posteo «Qué ves cuando me ves?». Si tuviera que tejer un paralelismo entre aquella situación y ésta, supongo que hablaría de la sensación de extrañeza frente a un lugar.

El afuera ahora es raro, es distinto. Y no es un «diferente» atractivo, sino amenazante. Es el desconocido al que no le tenemos confianza. En cambio, la comodidad, lo conocido y lo que nos da tranquilidad está adentro.

Ayer, por ejemplo, nos enterábamos de que en el barrio Mugica de Retiro (ex-villa 31) moría Ramona. Lo hacía después de haber salido en todos los medios a visibilizar la situación de vulnerabilidad de la villa, la falta de agua y la imposibilidad de llevar adelante las medidas de prevención. La vimos, hace solo un par de semanas, reclamar llorando y con la garganta encendida de rabia y miedo. Y ayer, supimos que moría, víctima del Covid (también) pero principalmente de la marginalidad a la que la sociedad y los gobiernos l@s conden@n (a ella y a tod@s los que habitan las villas).

Ése es el afuera hoy -aunque esté a cientos de kilómetros, aunque pertenezca a una realidad completamente distinta a la mía. Un afuera donde las cosas y las personas son caballos de Troya de un virus del que se habla mucho pero muy poco se sabe. Donde la «gente» se ha vuelto vigilante y egoísta, temiendo incluso hasta de tener un vecino médic@ o enfermer@ (ayer, héroes y hoy, amenazas).

El Covid-19 no sólo es un virus, es también una trampa. El engaño de hacernos creer que luchamos contra una enfermedad, cuando en realidad lo estamos haciendo contra todo «el afuera»; ese lugar donde no sólo sobrevive el virus, sino también el resto de la sociedad.

Es difícil saber qué nos pasará después de este enfrentamiento, porque cada un@ vive su propia experiencia. Pero no somos poc@s quienes sentimos que nos volvemos más desconfiad@s y, en cierta medida, disociad@s del exterior. Un lugar que en algún momento fue una extensión propia y ahora lo es de un virus. Un lugar que nos está siendo amputado.

Y retomando los paralelismos, también recuerdo haber vivido otra mutilación similar cuando llegué a Rosario. Fue cuando perdí la noche. Ésa que en Barcelona disfrutaba sin miramientos. Andando en bicicleta a las 3 de la mañana, volviendo de un bar a pie a cualquier hora sin sentir miedo. La noche me fue amputada porque #mujer, porque #inseguridad y porque miles de explicaciones pero una sola verdad: Perdí.

Ahora porque #covid, porque #cuarentena, porque #cuidarnos entre todos: pierdo también el afuera. El gozo del exterior; el placer de andar despreocupada; la certeza de sentir que el espacio me pertenece y es también una prolongación mía.

Quedarnos en casa nos amputa, sí, pero también nos libra de las incomodidades y las preocupaciones. Entonces, esta nueva «normalidad» de estar adentro: aburridos, a veces; inactivos, bastante; antisociales, también; tiene la dulzura tóxica y adictiva de las zonas de confort, que nos hacen sentir un mayor control en el lugar menos conveniente.

Ese vicio, tan estúpidamente humano, es un engaño que nos acorrala cada dos por tres. La ingenua sensación de seguridad y de control que se basa simplemente en amoldarnos a los síntomas. En replegarnos cada vez más. En acostumbrarnos a vivir amputados. A vivir sin noche, sin afuera.

Mucho se especula sobre qué pasará el día después. Para mí, no demasiado. Ojalá sean much@s los que no sufran este síndrome de Estocolmo, embelesad@s por la falsa seguridad y confort de la cuarentena; ojalá sean más los que sientan un incontenible deseo de salir al mundo a socializar e interactuar con vecinos y colegas; a volver a sentirse parte de un entramado de vidas, con sus obligaciones y rutinas.

Por mi parte, creo que algun@s tendremos que hacer un gran esfuerzo para rehabilitar los oxidados reflejos sociales y quebrar resistencias. Y por eso, desde ahora quiero luchar para no perder la sensaciones de las extremidades exteriores. El afuera, «mi afuera», «nuestro afuera», quiero recuperarlo en toda su abundancia, en toda su imperfección, que también es la mía propia.

Y si de algo me sirve este tiempo, que sea para replantearme cómo volver a habitarlo: sin tanto estrés ni tantas presiones; sin necesidad de correr detrás de los horarios y las actividades; y mucho más conectada con el disfrute y el placer de ser parte de una trama social más amplia, que me enriquece, me completa y trasciende. En definitiva, hacer que mi regreso al exterior sea exponencialmente mejor que la retirada.

Microrrelatos encuarentenados

Aislamiento

Hacía años que vivía encerrada en sus pensamientos, añorando tiempos y personas que ya no estaban. La cuarentena sólo vino a confirmar lo que ya sabía: el mundo actual era una mierda. Difícilmente encontraría razón para querer salir de casa. Todo había cambiado demasiado y para mal. El afuera daba miedo. Y, sin embargo, cuando vio escurrirse por debajo de la puerta la nota que decía «Soy su vecino del 4B. Por favor, si necesita algo, no salga. Yo puedo hacerlo por ud. Ariel», no pudo evitar que una marea de lágrimas caliente le lavara el rostro y la mirada.

Reconciliación

En realidad nunca hubo tal cosa como una reconciliación. Sólo la imposibilidad de abandonar su lado. La prohibición de transitar, de marcharse. Y la inevitable necesidad de convivir. A eso decidieron llamar reconciliación. Después de todo, no es muy diferente de lo que hacen miles de parejas por comodidad o miedo. Finalmente, la cuarentena no era más que una reformulación de viejas excusas. Pero sabe Dios que no hay matrimonio bien concebido capaz de rehuir a un buen subterfugio, por más torpemente que se haya instalado.

Control extremo

Ni en los mejores sueños de Marie Kondo era posible tener una casa tan limpia y ordenada. La ropa estaba dividida por colores y temporadas. La biblioteca alfabéticamente organizada. No había rincón que escapara a su control. Por eso, las rutinas de desinfección no le preocupaban. Había oído que esto era una guerra contra un enemigo invisible. Sabía que cualquiera podía ser potencial portador del virus. Y no iba a permitir que ningún caballo de Troya ingresara a su hogar. De hecho, así fue. Jamás pudo sortear su minuciosa inspección y esterilización, ni el Coronavirus ni ningún amor.

Virtuosismo de cuarentena

La suerte y el amor le rehuían casi en iguales proporciones que la inteligencia y las habilidades. Solo un curioso talento para imitar y hacer burla de otros le había valido algún interés entre sus conocidos. Por los demás, Héctor era un perdedor con todas las letras. Pero ganar o perder es cuestión de oportunidad. Y la cuarentena le brindó la suya. En su pequeño monoambiente, Héctor hacía videos de imitaciones que subía a la red. El boom no se hizo esperar, ni los sponsors ni los admiradores. En medio de la pandemia, el virtuosismo adquirió nuevo significado.

Muerte

La parca miró a la humanidad con recelo. Se sentía vieja y obsoleta. Ya no se escabullía entre sombras para precipitarse sobre sus víctimas. Los humanos se las habían ingeniado para ser su principal causa de muerte. Depresiva e insatisfecha, la parca ideo un plan de venganza. Y mientras las personas se encontraban confinadas, multiplicó la vida del resto de las especies: los animales salvajes tomaron por asalto las ciudades; y la vegetación creció y floreció, creando selvas donde antes había aridez. En pocos meses, el hombre viviría enjaulado, mientras el reino animal y vegetal era finalmente liberado.

Grillos

Reunió a los pequeños insectos de acuerdo al ritmo de su grillar. Amaba aquel chirrido en que reconocía un armónico cantar. Y con paciencia y cariño, logró formar su propia orquesta de percusión. En las noches de cuarentena, dirigió magistralmente aquel prodigio, haciendo las delicias de los vecinos; quienes aplaudían con gran entusiasmo y a gritos pedían sus canciones favoritas desde los balcones. Pero muy fugaces serían aquellos 15 minutos de gloria. Y el fin de la pandemia reemplazó la percusión de aquella insólita orquesta por la de una frenética lluvia de chancletazos propinada por los ahora insomnes vecinos.

Gracias al blog de Lídia Castro Navas y sus desafíos, que me inspiraron a intentar escribir mis propios mini relatos.

Sin derecho a quejarse

Llevo una semana de muy mal humor. Ese tipo de fastidio que no quiere ni ser compartido ni reparado. No, no me interesa intentar salir de mi estado de malestar. Pero ¿Por qué?, pregunta David. Y es una buena pregunta que no puedo responder. Quizás, que ni siquiera tengo ánimo de formularme.

No, no le puedo echar la culpa al embarazo, que la verdad, hasta ahora ha sido de lo más tranquilo y cómodo. Ni a las hormonas, porque nunca fui de culpabilizar a mis propias sustancias químicas. ¿La cuarentena? ¿Qué decir? Si lo único que ha puesto en evidencia es que soy de la clase privilegiada que puede conservar el trabajo, hacerlo desde casa y tener todas las facilidades necesarias para surfear esta situación con total comodidad. No, me encantaría pero no, no puedo echarle la culpa a la cuarentena. En estos momentos, me gustaría ser esa clase de persona que fácilmente encuentra a quien -o que- inculpar y se queda tan tranquila, sabiendo que ya no es tema suyo.

Yo, en cambio, me siento sin derecho a quejarme y me encuentro a solas con este incómodo malestar, siendo su única responsable. Me imagino que Marta diría algo así como que no le estoy dejando lugar a mi subjetividad en este tema -o eso me gustaría creer- y pienso que debería retomar terapia aunque sea de modo virtual. Pero ni de eso tengo ganas.

En verdad, casi lo único que me da la gana hacer es asistir a mi infaltable cita con La sombra del viento. Solo espero que lleguen las 10 u 11 de la noche para seguirla leyendo… me pregunto qué pasará cuando este romance se acabe, porque la realidad es que hacía mucho tiempo que no me enganchaba así con ningún libro y tampoco he visto que el tal Zafón tenga más novelas de descarga gratuita.

Pero volviendo a lo que diría mi psicóloga, que no la consulté, pero como está muy de moda la autoayuda -aún a riesgo de terminar peor de lo que comencé-, voy a asumir por esta vez los dos roles. ¿Reconocer que hay realidades mucho más complicadas y complejas que la propia nos quita el derecho a poder expresar el propio malestar? Sí, creo que Marta me preguntaría algo así… Y mi respuesta sería un rotundo NO. Sí creo que un@ no debe caer en el drama y la autocompasión, que -corríjanme si me equivoco- jamás ha demostrado resolver ni zafar a nadie de ningún malestar, sino todo lo contrario.

Pienso que atrevernos a hacer lugar al propio malestar muchas veces constituye un desafío en sí mismo, no sólo porque implica ponerse en una posición de afectad@ sino también porque nos obliga a hacernos cargo de eso que nos pasa. Al malestar -que no precisa derecho ni pide permiso- hay que reconocerlo y comunicarlo. Hay que saber que cuando un@ no está de buenos ánimos -y no tiene por qué estarlo- lo más lógico es dejar que esa incomodidad nos vaya mostrando sola el camino de salida, dejándola crecer y orientarnos; mostrándonos de a poco algunas de sus causas y posibles remedios.

Yo llevo una semana con mi malestar y a esta altura no es verdad que no sepa nada de él. Ya tengo bastantes indicios de la variedad de cosas que me incomodan y, si bien es verdad que reconozco todo lo que traigo a favor en esta cuarentena, no por eso voy a creer que no me impacta. Me afecta tanto como transitar el embarazo en estas circunstancias y no poder planificar ni organizar la llegada de Lúa.

Todo esto me toca de igual modo que a cualquier otr@ (por más privilegiad@ y beneficiad@ que haya salido en el sorteo). Y eso no significa pensar que una es la única con malestar, ni ignorar la realidad de tantas personas que han quedado sin trabajo, que se encuentran en situación de alta marginalidad, exposición, vulnerabilidad y desamparo. No, la situación de ell@s merece la atención de tod@s, pero el malestar propio reclama también un lugar en la agenda de cada un@.

Y como receta final: un auto-mimo… después de vernos cara a cara con nuestro malestar, también darle lugar a un momento de bienestar: un libro, una peli, un abrazo, un loquemasteguste.. todo vale para reconciliarnos con esa parte nuestra que rehuye a acomodarse o evadirse y que legítimamente nos reclama atención y acción.

Imagen de Free-Photos en Pixabay

La guerra contra l@s otr@s

Asombrosamente la cuarentena se convirtió en una gran oportunidad para reflexionar sobre textos e ideas que surgen, crecen o se visibilizan a raíz de la actual pandemia. Algunos, creo, realmente importantes para no quedarnos en el romanticismo incrédulo o en el auto-compadecimiento.

Por eso, hoy, tengo muchas de ganas de compartir mis apuntes sobre una entrevista a la epistemóloga Denise Najmanovich (gran recomendación de Marisa Mántaras!) y de un posteo de la activista María Galindo (gracias Vicky Bonifacino por compartirlo conmigo).

Denise Najmanovich, el origen de la pandemia y la guerra que no es

La primera de ellas, Denise Najmanovich, es una epistemóloga que el lunes pasado fue entrevistada en el programa editorial Letra Chica, de Radio En La Mira. La charla tiene muchas aristas interesantes, pero me voy a centrar principalmente en dos o tres de ellas:

Para comenzar, Najmanovich refiere al origen de la pandemia -y creo que encuentra los argumentos precisos para echar por tierra tanta teoría conspirativa que anda dando vueltas. Explica que el Covid19 tiene un origen conocido e incluso anticipado y plasmado (entre otros) en el libro «Spillover» (Derrame) de David Quammen, publicado en 2012 (La Vaca realizó un artículo también muy interesante al respecto).

En su libro, Quanmen anticipa una epidemia de origen zoonótico (originada en animales salvajes), que muy probablemente sería el Coronavirus (o un derivado del Sars) y que su punto 0 sería China. Como explica Najmanovich, los distintos autores que se refirieron al tema coincidieron en que una de las vertientes fundamentales de la aparición del virus sería la convergencia entre la tala indiscriminada y la destrucción de los ecosistemas, que genera la migración de los animales salvajes y el cambio de su relación con los seres humanos.

Así, lo que se conoce como mega-granjas y agro-negocio contribuye a ese contacto humano-animal, donde un virus que no pertenece a nuestro ecosistema, migra hacia él por condiciones que el mismo ser humano, o mejor dicho, las multinacionales del agronegocio han producido.

La segunda idea que me parece importante destacar refiere a lo dañino que resulta la insistencia política, mediática y científica de referirse a la pandemia como a una «guerra», en tanto que conlleva una mirada del ser humano disociada de la naturaleza, que ignora o niega no solo el verdadero origen de la pandemia, sino el natural intercambio, entramado de vida y vínculo del hombre con su entorno.

Pero, además, creo que aquí es importante resaltar que considerar a la pandemia como una guerra profundiza también la separación entre las personas porque viven atemorizadas frente a la presencia de cualquier «otro», que podría ser el caballo de Troya de ese supuesto enemigo invisible. En este sentido, si algo ha evidenciado la pandemia, es que el Coronavirus no hermana ni iguala, sino que visibiliza y profundiza las diferencias.

Como explica Najmanovich: «si bien el virus no puede discriminar (porque no es un ser vivo), la enfermedad está fundamentalmente determinada por el contexto del huésped que la aloja».

La guerra contra l@s exlcuid@s

Y es acá donde me interesa rescatar algunos párrafos del post referido a los dichos de la activista boliviana María Galindo Neder. En él, la también psicóloga y comunicadora feminista expresa lo criminal de las políticas que pretenden combatir al virus negando los diferentes contextos y realidades que atraviesan a los pueblos. Si bien, el texto habla de Bolivia, creo que puede fácilmente extrapolarse a muchos otros contextos similares:

«El coronavirus es un instrumento que parece efectivo para borrar, minimizar, ocultar o poner entre paréntesis otros problemas sociales y políticos que veníamos conceptualizando. De pronto y por arte de magia desaparecen debajo la alfombra o detrás del gigante».

«El espacio Schengen, que es desde donde se ha propagado el coronavirus a esta parte del mundo donde habito, cierra su frontera a la circulación de cuerpos por fuera de ese espacio y cumple por fin el sueño fascista de que l@s otr@s son el peligro«.

«¿Y qué pasa cuando el coronavirus traspasa la frontera y llega a países como Bolivia?

Empecemos por decir que acá al coronavirus le esperaba ya en la puerta el dengue, que viene matando en el trópico –sin titulares en los periódicos– a las gentes malnutridas, a las wawas, a quienes viven en las zonas suburbanas insalubres. El dengue y el coronavirus se saludaron, a un costado estaba la tuberculosis y el cáncer que en esta parte del mundo son sentencias de muerte.

Los hospitales construidos la mayor parte a inicios el siglo XX con el auge del estaño y posteriormente modernizados, en los años setenta del siglo pasado, con el auge del desarrollismo, son mamotretos que colapsaron hace rato y donde la mala costumbre de curar a la gente siempre pasó por cuánto dinero tienes para pagar los medicamentos, todos importados e impagables.

Llegó por mil lugares, pero fue el cuerpo de una de nuestras exiliadas del neoliberalismo el estigmatizado y maltratado como “la portadora”, aunque ella y no otros hayan sido y sean quienes mantienen a este país. Los parientes de los enfermos se organizan para no dejar que se la hospitalice por el pánico, porque antes de que llegue el coronavirus en un cuerpo, había llegado en forma de miedo, de psicosis colectiva, de instructivo de clasificación, de instructivo de alejamiento».

Así, y tras describir tan visceralmente la realidad de gran parte de la población boliviana, María Galindo hace un llamamiento a la desobediencia a las políticas criminales del aislamiento, buscando rescatar las bases del cuidado social y comunitario, y dice:

«¿Qué pasa si decidimos preparar nuestros cuerpos para el contagio?«

«Necesitamos alimentarnos para esperar la enfermedad y cambiar de dieta para resistir.

Necesitamos buscar a nuestr@s kolliris y fabricar con ellas y ellos esos remedios no farmacéuticos, probar con nuestros cuerpos y explorar qué nos sienta mejor.

Necesitamos coquita para resistir el hambre y harinas de cañahua, de amaranto, sopa de quinua. Todo eso que nos han enseñado a despreciar».

Invisibilizar el grito de María Galindo es confirmar que existe una gran parte de la población que expresa una solidaridad clasista; más preocupada por preservarse a sí misma que por combatir los verdaderos orígenes de la pandemia y la exclusión. Porque tal como ella misma se ocupa por señalar:

«No poder respirar es a lo que nos condena el coronavirus, más que por la enfermedad por la reclusión, la prohibición y la obediencia».

Para seguirla pensando

Me sorprendió encontrarme con estos textos casi en simultáneo, porque ambos dirigen su mirada sobre esta falsa guerra a la que nos quieren reclutar. Bajo esa lógica, no sólo se ha ocultado el origen real de la pandemia (ignorando y justificando a los responsables), sino que se ha invisibilizado y castigado a los sectores más vulnerables de las poblaciones (aquellos que no pueden recluirse porque antes que morir a causa del coronavirus morirían de hambre o violencia; que no tiene acceso al sistema de salud; que están excluidos, marginados o desposeídos…).

Cuando vemos los noticieros y escuchamos las reflexiones sobre la importancia de «estar juntos» para afrontar a este «enemigo invisible», naturalizamos el miedo, sin sospechar que tras la romántica arenga a unirnos contra ese «algo» abstracto, lo que en realidad se eleva es un grito de lucha contra quienes no pueden -ni tienen cómo- defenderse de la pandemia ni de la realidad social que les toca.

En todas las crisis (económicas, políticas, sanitarias, etc.) poner atención a las metáforas con las que se las nombra es primordial para entender qué es lo que se pretende de los ciudadanos. El «enemigo» nunca es invisible y creer eso es ingenuo y peligroso. Cuando se nos quiere convencer de que luchamos contra algo foráneo (que nos es ajeno y que no tiene vínculo con nosotr@s mism@s), lo que en verdad se está instalando es la idea de que «el otro» es nuestro enemigo. Y ese otro puede cobrar cualquier forma: el vecino que es médico; el que no respeta la cuarentena; el que hizo turismo; el que se olvida el barbijo; el inmigrante; el pobre; el enfermo; cualquiera.

Porque cuando el enemigo es «invisible», entonces todos somos potenciales enemigos, mientras que los verdaderos culpables de los desastres ecológicos y del desarrollo y la mutación del virus se quedan muy tranquilos en casa, esperando para retomar su negocio.

El ser humano no está disociado de su entorno natural y ecológico, sino que forma parte de él. La pregunta en este caso sería, ¿cuánto tiempo más seremos capaces de sobrevivir al irreversible daño que (por acción u omisión) nos causamos a nosotr@s mism@s?

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¿Es la rutina el gurú de la cuarentena? Apuntes de una relación de amor/odio

Estudié comunicación pensando en dedicarme al periodismo y creyendo que ello me llevaría a trabajar en ámbitos totalmente diversos y continuamente cambiantes; sin embargo, poco tiempo tardé en descubrir que la profesión se basaba mayormente (y al igual que cualquier otra) en una clara «rutina». Recuerdo que mi primera alerta se encendió cuando entendí que muchas de las notas que realizaba un año, eran perfectamente utilizables al año siguiente. La política, los accidentes, las protestas y la mayoría de los temas abordados (con más o con menos) eran circulares y, al igual que los actos oficiales, se repetían con precisión casi suiza año a año.

Desde aquella época que el tema de la «rutina» me atraviesa y me inquieta. Por eso, cuando Marisa lo mencionó, me enganché enseguida, porque creo que éste es un tópico siempre vigente y que, en esta cuarentena, resurge todavía más recargado.

Al principio, para mí, el concepto indicaba casi exclusivamente «monotonía» y se me representaba como la «imposibilidad de escapar a una vida circular y repetitiva» (supongo que Freud se habría hecho un banquete con mi libre asociación de la época).

Pero, con el paso de los años y, a pesar de los cambios de carreras, trabajos, ciudades e incluso países, lejos de ganarle a la «rutina», ella logró convencerme de que, quizás, no era tan negativa como yo pensaba.

Comprendí que gracias a ella el aprendizaje se facilita en muchos niveles, porque resulta imposible asimilar algo cuando el entorno cambia constantemente; y porque el tiempo (y el estrés) invertido en abordar situaciones que no se pueden organizar ni prever resulta mucho más provechoso para casi cualquier otro fin.

Hoy, el tema retorna con especial énfasis porque «tener» o «crear» una rutina dentro de la cuarentena parece ser unas de las claves para salvarse de la angustia de no saber cuándo ni cómo saldremos de esta situación.

Pero ahora, el tópico me encuentra con algunas herramientas ganadas. Porque, con los años también aprendí la importancia de la deconstrucción, no sólo de un@ mism@ sino y, principalmente, de las palabras y conceptos que utilizamos a diario en relación con nuestro entorno.

Por eso, ése me pareció un buen método para empezar a pensar este concepto: reflexionar sobre las connotaciones negativas (y positivas) con las que hemos cargado al término y porqué.

La ruta de la rutina

«Cambiar de», «no caer en», «romper con», «salvarse de» y otras muchas construcciones similares suelen anteceder a la palabra rutina en artículos que habitualmente recomiendan estrategias para no caer en el tedio de la costumbre. Ergo, la rutina se asocia normalmente con la monotonía.

Sin embargo, en muchos otros contextos, escuchamos a profesionales hablar de la importancia de darles una rutina a los niños para que puedan ordenarse y aprendan a tener una organización en su vida. En los gimnasios también nos planifican una serie de ejercicios repetidos para que el cuerpo aprenda y se fortalezca paulatinamente. Y en general, llevar una rutina saludable es la propuesta más habitual para combatir la angustia o la depresión.

Pero, ¿es o no es la rutina una repetición irreflexiva y monótona? Bueno, para mi sorpresa, buscando sobre la etimología de la palabra, me encontré este simpático texto, en cuya veracidad voy a confiar a fuerza de no contar con el libro fuente («Nuevas fascinantes historias de las palabras», de Ricardo Sosa), para desmentirlo:

«El verbo latino rumpere dio lugar a un vasto conjunto de palabras de nuestra lengua, además de romper. Con el prefijo ex-, se formó eruptio, -onis, derivado de erumpere, que dio lugar a erupción, en el sentido de ‘salida brusca e impetuosa’ pero también a irrupción.(…) Otra palabra que proviene del verbo latino es ruta, que nos llegó a través del francés route. El lector podrá preguntarse cuál puede ser la relación entre romper y ruta, pero lo cierto es que en el latín vulgar de la Galia se decía rupta via ‘camino roto’ con el mismo sentido con que hoy decimos en castellano ‘romper camino’, es decir, ‘cortar’, ‘romper’ los matorrales para abrir un camino. Y una vez que el camino está abierto y es recorrido muchas veces se convierte en una rutina, que se refería, inicialmente, a una ‘ruta muy frecuentada’, pero que hoy ya denota ‘hábito adquirido’, ‘costumbre de hacer las cosas sin necesidad de pensar en ellas’». (fuente: http://www.elcastellano.org/palabra/rutina)

Así las cosas, parece que rutina podría derivar del latín «rumpere» y vendría a ser como una sobrina del término «romper». Con lo cual, «romper la rutina» no sería más que enemistar familiares. Pero retomando esta deconstrucción libre, creo que «hacer sin necesidad de pensar» es una de las bifurcaciones que estaba buscando.

A priori parecería indicar algo negativo: irreflexivo y autómata. Pero, ¿no nos pide también el yoga o la meditación «dejar pasar los pensamientos» para encontrar un estado de armonía interior? Y en este caso, «no pensar» no parece tan mala idea, ¿no?

Quizás por este lado no estemos tan lejos de encontrarnos con uno de los grandes beneficios de la rutina, por el cual tantos especialistas la recomiendan como una forma de brindarnos sensación de «seguridad».

Partir de algo conocido y previsible -en contraposición a la imprevisión de la realidad de la pandemia- ofrece un espacio de tranquilidad y armonía para la construcción de otras cosas. La rutina, en este sentido, permite aferrarse a lo conocido cuando alguien siente que reina el caos alrededor y que todo se desmorona.

Nos organiza, nos da estabilidad y nos orienta. Y pienso que se podría decir que es un gran salvavidas para situaciones de estrés y angustia, pero -y creo que aquí se ubica la raíz de mi amor/odio por el término- puede convertirse en un salvavidas de plomo en contextos que ya son de por sí predecibles y habituales.

Una primera idea

Se me ocurre entonces repensar a la rutina como una herramienta. Un instrumento que, como tal, no es bueno ni malo, ni merece en sí mismo una connotación positiva o negativa. Sino, que constituye un dispositivo útil en determinados contextos y completamente inservible en otros.

Probablemente -como suele sucederme- mi gran dilema nunca haya sido realmente con «la rutina», sino con el haberla aplicado o instalado en los ámbito equivocados de la vida.

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El pasante y la negación de la vejez

Anoche vimos «Pasante de moda», una comedia con Robert de Niro y Anne Hathaway que me habían recomendado. Y más allá de que a cada un@ le resulte más o menos entretenida. Me quedé pensando mucho en el centro del argumento: un jubilado que encuentra que su vida está vacía si no trabaja y decide ingresar a un programa de pasantes Seniors.

Al iniciar la historia, Ben Whittaker (De Niro) cuenta que ya viajó por todo el mundo y realizó todo tipo de cursos y actividades, pero que en el fondo siempre siente que no «tiene adónde ir» (léase: «no pertenece). Esto me trajo a la cabeza aquello que quise comentar en un post anterior (Ahí, donde el caos nos ordena) respecto a toda la maquinaria que a lo largo de los años impulsa por convencernos de que la vida es eso: rutina, trabajo, actividad, producción y consumo.

Si no hacés, perdés el tiempo. Si no producís, sos inútil. Si no consumís, no pertenecés. El ciclo se repite una y otra vez, machacándonos con estas ideas que, en contexto cuarentena, se traducen en cientos de estrategias para mantenerse ocupad@ y no deprimirse en este tiempo de «inactividad».

Es tal el machaque que recibimos a lo largo de nuestra vida, que hoy nos suena lógico y evidente que ningún mortal puede tolerar el tiempo de cuarentena, lejos de la rutina y sintiéndose improductivo. Lo entiendo. Creo que es real. Pero, ¿es sano? ¿Vamos todos inexorablemente a convertirnos en un Ben Whittaker, buscando desesperadamente reincorporarnos a la matrix del mundo laboral apenas jubilados?

Al menos para mí, ese panorama resulta terriblemente desesperante. Y creo que principalmente porque veo y entiendo que es cierto. Aplaudimos con admiración a quien se mantiene en actividad después de los 70 e incluso 80 años porque «si no trabaja se muere». ¿En serio? ¿Si no trabaja se muere? ¿Es ésa la perspectiva esperanzadora para los años de vejez?

Y esto le ocurría a este tipo Ben que se las había apañado por tener una muy buena calidad de vida, familia, amigos y todos los condimentos… Pienso ahora en los mal llamado «abuelitos» que hacen las filas criminales afuera de los bancos en Argentina. ¿Por qué los llaman abuelos? Muchos de ellos probablemente no tengan familia (lo hayan elegido así o no). ¿Por qué asumimos que un anciano es un abuelo? Primero, no lo es y puede estar en condiciones de gran soledad y olvido, y segundo, a diferencia de Ben, nuestros adultos mayores muy probablemente no cuenten con una jubilación que le permita viajes, actividades o cursos para «engañar el vacío».

Entonces, la pregunta ya no es sólo ¿cómo se sobrelleva ‘la vejez’? sino ¿qué vejez? ¿La de Ben, un jubilado que habiendo gozado de todos los privilegios de pertenecer al sistema (léase: satisfacer todas las necesidades, desarrollarse profesional y personalmente, producir y consumir) aún así no logra sobreponerse a la angustiante situación de pasividad («improductividad»). ¿O la de los jubilados y pensionados argentinos? En gran parte excluidos del sistema e invisibilizados al punto de llamarlos a todos «abuelos» porque suena cariñoso.

No, para mí, no es cariñoso, al contrario, es disfrazar una realidad para hacerla menos dolorosa. La realidad de que muchos no tienen ninguna familia detrás y, muchas veces, ninguna persona. Y es ahí donde resulta tan importante fortalecernos como sociedad y como estado. Porque la «familia» es un núcleo que, por más que se lo quiera mirar románticamente, hace agua por todos lados.

Lamentablemente, creo que la reflexión sobre cómo vivir la ancianidad siempre nos llega muy tarde. No queremos pensarnos viejos o, peor aún, ¿no podemos pensarnos viejos? La preocupación, la reflexión y la planificación sobre cómo viviremos después de jubilados nos llegan con la ancianidad, cuando ya estamos saboreando esa angustia de sentirnos inútiles, ignorados o excluidos por la sociedad.

Creo que más allá de que resulta fundamental que como sociedad -y con la ayuda del estado- comencemos a reconfigurar la ancianidad actual, también es esencial desconfigurar nuestra idea de la vida dentro del sistema. Esa idea de ciclo de mercado, de «obsolescencia programada» tan propia de los productos capitalistas, que una vez lanzados al mundo comienzan su ocaso (cada vez de manera más temprana) hasta alcanzar la inutilidad absoluta al dejar de cumplir su función mercantil.

La verdad que sí, la comedia me pintó drama, quizás un poco por la situación de nuestro país y nuestros viejos, pero también por mi situación particular. Me pregunto ¿cómo me preparo para esa vejez? ¿qué estrategias armamos para sobrellevar esa supuesta «improductividad» de la vida pasiva? ¿Cuánto de esta rutina que vivo a diario en el trabajo se convierte en mi idea de «la vida»?

Creo que, tal como la película nos quiere mostrar, en la ancianidad hay un cúmulo de experiencias, saberes y emociones tan vastos y valiosos para la sociedad que, seguir demorándonos en la reflexión, la preparación y el cuidado de la ancianidad, es continuar despreciando y desperdiciando quizás la mayor riqueza de la humanidad… sus historias de vida.