¿Pañales, teta y muelas? Manual de supervivencia

Dejar los pañales, la teta y cortar muelas, al mismo tiempo.. es posible?

Y no, ninguna madre o padre en su sano juicio intentaría esa combinación del demonio, que debe ser lo más parecido que tiene la mapaternidad a hacerse un harakiri e intentar sobrevivir. Pero la vida tiene esos giros inesperados. Y creanme que aunque lo intente contar con humor.. no me causó nada de gracia.

La cuestión es que yo venía intentando que Lúa dejara la teta del modo más armonioso y paulatino posible. Llevaba ya un par de semanas en eso de ir dándole menos tomas y venía con bastante éxito, pero evidentemente mercurio retrógrado tenía otros planes.. Y el lunes pasado, cuando la fuimos a buscar al jardín, su maestra nos recibió con lo que parecía ser una muy buena noticia..

«Nos pidió ir al baño, así que pensamos acompañarla en dejar los pañales. Les parece bien?»

Pero hay que tener muuuuucha experiencia en esto de mapaternar para darse cuenta de que quizás «en ese momento» ésa no era tan buena idea… Así que con la mayor de las ingenuidades, David y yo respondimos entusiasmados: «Buenísimo!».

Esa noche, además, notamos que la gorda empezaba a babear mucho, no quería comer y tenía algo de febrícula.. «me duele la garganta!», «me duele la boca!», gritaba.. Y ahí con las muelas que no vieron mejor día para intentar asomarse, inauguramos la que hasta hoy fue la semana más insoportable de mi maternidad.

Automáticamente se terminó lo de «la gorda duerme de corrido» y Lúa se pasó toda la noche prendida a la teta, y nosotros turnándonos para pasearla. A partir de ahí, no supe más lo que era dormir de noche y nuestra angelical beba se convirtió en una terrorista temeraria dispuesta a tirar comida, ropa, juguetes, vasos y todo lo que encontrara frente a ella, al grito de «nooooooooooo!». Y por supuesto, a negarse a usar la pelela y a llorar y hacer catarsis de todo tipo en cualquier momento y lugar de la casa..

Con el papá nos disputábamos las tareas del hogar con tal de no tener que domar a la bestia pero no sé por qué carajo parece que siempre llevo las de perder en eso de que me toque cocinar, lavar o limpiar.

Y sí, lo confieso.. llegó el colapso, en forma de desborde emocional, de gritos, de saturación…

Recuerdo que en un momento en que miraba Instagram vi una cita que decía algo así como que la maternidad te da una fortaleza que ni vos sospechás que tenés y te hace sentir un amor que no creías capaz de experimentar.. y la verdad que me dieron ganas de azotar el teléfono contra la pared. Porque lo que sí me dio la maternidad es una irritabilidad bastante recurrente.

¿Serán tan forros que se olvidaron de ponerme la «fortaleza» en el combo mami?

Para mí, maternar significó todo lo contrario… descubrirme débil y vulnerable, con menos tolerancia, fortaleza y resistencia de las que creí que podía tener. Con más necesidad de contención y apoyo. Buscando a cada instante alguien que valide lo que pienso y siento….

Y digo «ojo» con las embarazadas desprevenidas que esperan que la maternidad traiga una kit de chica superpoderosa. Y cuidado con creer que ese bebé que nace te inspira el amor más grande de tu vida apenas lo ves. No digo que a nadie le pueda pasar así.. aunque voy a desconfiar mucho de esa persona!

Para mí, la maternidad y el vínculo con Lúa fue algo muchísimo más progresivo, que se construyó y se sigue construyendo día a día y con muchos más altibajos. No fue hasta después de su año y medio que empecé a sentir ese enamoramiento al verla hacer cualquier cosa. Y así y todo, ese amor no me hace más fuerte ante el cansancio o el estrés cotidiano..

Y encima llama mi mamá y dice que: «bueno.. seguro que no debe ser para tanto». Y claro, la termino mandando de paseo a ella, la única persona en el universo capaz de soportar mis desplantes sin inmutarse. Y ahí entiendo eso de que los niños siempre explotan con las madres porque ése es su lugar seguro… también lo es para los adultos.

Pero dice mi psicóloga que es positivo reconocer que no podemos con todo.. «vamos por buen camino», dice ella. Y yo, con los ojos insomnes, el corazón roto y el más absoluto desconcierto, entonces, también creo ver una luz al final del túnel.

Y ahora, que estoy un poco más calmada, casi sintiéndome flotar livianita en el aire, me siento capaz de dar el único gran consejo para la supervivencia en días de maternidad agobiante:

¡Quebrate! Dejate consumir por el desborde y el llanto. Y cuando finalmente ahogues en lágrimas la impotencia de no «poder» con eso que pensaste que sí podrías, respirá profundo y levantate.

Intentémoslo de nuevo.

Cómo tener vacaciones extraordinarias (sin tener que dejar a tu bebé)

Desde que mi hermano me preguntó si quería sumarme al viaje a Torres, ya no pude sacarme la idea de la cabeza. No tenía pensado tomar vacaciones este año, pero jamás habíamos hecho un viaje todos juntos, con mamá y nuestras familias, así que era una oportunidad que no deseaba perderme.

Pero cuando David me dijo que no podría ir, la idea de viajar sola con Lúa me pareció un poco locura. Ella nunca había pasado más de 5 días sin su papá y, mucho menos, más de 20 horas en un colectivo. Y yo quería unas vacaciones para descansar, no para enloquecer aún más.

Sin embargo, la tentación se me había metido en la cabeza como un caballo de Troya y era imposible combatirla. Le di vueltas por unos días, consulté con toda mamá que se me cruzó y finalmente, respiré profundo y escuché mi corazón… Y el muy pillo ya latía como si estuviera en la playa, tomándose un suco de abacaxi… porque sabía que si yo dejaba pasar la oportunidad, no me lo perdonaría jamás.

Así que no había chance, tenía que subirme a ese colectivo. Busqué y recibí todo tipo de tips y consejos para un viaje tan largo con una beba de 2 años. Y el abanico de recomendaciones daba pánico: desde entretenerla con manualidades nivel dios hasta medicarla, cualquier cosa era posible. Por lo que decidí hacer lo mismo que hago siempre cuando algo me da pavor: mirar al cielo y desearme suerte. Pero, debo reconocer que nunca pensé que tendría tanta.

Algunos días antes del viaje compré un par de cuentitos y sorpresas para utilizar en el cole en momentos de «emergencia» (léase ataques de llanto, berrinches o similares). Además, mamá y Vale, mi sobrina, vendrían con nosotras en el colectivo, así que llegado el caso, esperaba depositar mi fe en el ingenio de mis compañeras de viaje (o depositarles a mi hija, que es lo mismo).

El otro problema que tenía es que Lúa llevaba más de dos meses con una diarrea recurrente, secuela del Covid que tuvo en navidad. Jamás pensé que llegaría el día del viaje y el tema no se habría solucionado, pero así fue. Por lo que también tenía que pensar muy bien en la dieta que seguiría en el colectivo y en el modo en que yo llevaría adelante el operativo pañales, sin provocar daños colaterales (fundamentalmente me interesaba no desmayar al chófer).

Llegó el día de subir al colectivo a las 4.30 de la madrugada y yo ya llevaba más de 24 horas en estado catatónico intentando no olvidar nada y tener la mejor estrategia para que Lúa duerma el mayor tiempo posible. Cuentos, sorpresas, comida saludable, agua mineral, medicamento, bolsas y perfume para el operativo pañal, era solo una parte del equipaje que además contaba con al menos 15 mudas de ropa extra…

Cuánto más fácil era cuando viajaba sola! Se me había quedado muy grabada aquella única e imprescindible recomendación que le habían dado a Jorgelina antes de viajar: no olvidar las 3P (Plata, Pasaje, Pasaporte), lo demás se siluciona.

Pero ahora tenía todo un alfabeto antes de las 3P! jamás me sentí una persona menos práctica en la vida. La habilidad para discernir entre «imprescindible» y «extremadamente inútil» en este momento me parecía un superpoder. Pero no estaba yo para juzgarme, así que simplemente me cargue todo al hombro y me dije.. aquí vamos!

Ahora, pasado el viaje y habiendo tenido unas vacaciones tan extraordinarias, creo que estoy en condiciones de compartir mis 3 tips + 1 secreto para viajes largos con bebés de 2 años:

– llevá juguetes pero sobre todo Paciencia, un bebé inquieto en brazos de una madre tranquila sigue siendo igual de infumable pero al menos vos estás más relajada.

– En un mini bolso-conservadora que me habían regalado en un trabajo anterior y en donde caben solo dos latas de cerveza (obviamente no metí cerveza), puse un par de bolsitas refrigerantes y varios snack saludables en mini bolsas Ziploc (manzana cortada, queso en cubos, pollo, huevo, etc). Mí hija no comió absolutamente nada… pero me pareció una buena idea igual y no me desanima un fracaso.

– Si tenés miedo de viajar porque tu hij@ se puede poner insoportable, enfermar, aburrir, extrañar o planear un atentado internacional… Viaja igual! con miedo y todo! Puede que nada de eso pase y te estés perdiendo unas vacaciones fabulosas.

– Y finalmente, mi único secreto: por más tips que te pasen, no hay nada en el mundo que pueda superar el aguante de una buena Tribu. Rodeate de gente del bien! que te acompañe y banque. Dejemos a las superhéroes para las películas.. en vacaciones, ¡buscate buenos aliados!

*Gracias superespeciales a los mejores aliados del planeta: mamá, Hermann, Jesi, Vale y Gusti, jamás hubiera podido soñar un viaje mejor.❤

Pequeña, liviana, libre y feliz

Parecía una locura viajar más de 20 horas con una beba de 2 años para pasar unos pocos días en Torres pero, en definitiva, era una de las locuras más sensatas y hermosas que se me podían ocurrir.

Pienso que en la vida también hay como experiencias fundacionales, que se convierten en verdaderos mapas de ruta, predestinándonos a perseguir ciertas sensaciones de manera casi adictiva. Para mí, el contacto con el mar de Torres había sido una de esas vivencias.

A esta misma playa, a la que mis viejos me trajeron por primera vez con 6 meses de edad, y a la que volví infinidad de veces en busca de las viejas sensaciones, ahora estaba volviendo de la mano de mi hija Lúa, para sumergirla en la misma mística.

Reencontrarme con el mar fue una experiencia indecible. Al primer contacto con la espuma se despertó la memoria de tanta infancia y juventud transitada, que aún habita entre sus olas. Todos los mares de mi vida se hicieron presentes y me volví parte del agua revuelta, de su andar insistente hacia alguna orilla, de su impaciencia y nostalgia.

Aquí sigo siendo una niña que barrena en tabla de telgopor, se enreda con las olas para terminar perdida en la orilla. Porque si algo no puedo evitar, es ser pequeña en el mar. Por eso, la vida parece más simple. La explosión de las olas lo domina todo y el resto se vuelve apenas un murmullo. No hay otro ruido que el propio. El mar sólo se deja admirar.

Quizás éste es el recordatorio que vuelvo siempre a buscar. Tal vez, una de las mejores herencias que podría dejar.

La sensibilidad de la niña que fluye con el mar; en un fluir de aguas inmensas, profundas e imparables. La fascinación de mirar este horizonte inestimable, sintiéndome pequeña, liviana, libre y feliz.

Arena y mar

Con mi familia vacacionamos en Torres durante casi toda mi infancia y también mi adolescencia. Mis viejos nos enseñaron a amar esa ciudad como a un segundo hogar. O incluso más, porque a diferencia del primero, en éste no había prácticamente lugar para el tedio, los deberes o las peleas.

Aunque de manera más espaciada, también seguí viajando algunas veces desde entonces. Pero con mucha más frecuencia regreso allí como a un punto de fuga. Un lugar que permanece incólume a través del tiempo y el espacio, y hacia el que la mente se me dispara inesperadamente, proyectada por un aroma, un sonido o, incluso, una vaga sensación.

Pienso en qué maravillosa y generosa herencia que son esos territorios, que un día se nos entregaron para que habiten en nosotros. Y cada vez que me traslado, dejo que me golpeé bajo la añoranza. Pero no es un golpe que duele. No, al contrario, es un toque amoroso que me despierta y me recuerda quién soy.

Creo que hay pocos sentimiento tan nobles y dulces como la añoranza. Esa innegable prueba de que lo vivido ha sido inigualable. No mejor. No peor. Diferente. Y como tal, lo echamos en falta. Lo extrañamos. A veces con tanta fuerza que es como si nos faltará una parte nuestra.

Como si en ese momento/ lugar nos hubiéramos dejado algo de nuestro ser, de nuestra identidad. Y es que creo que esos son nuestros territorios constitutivos. Estamos hechos de esos lugares a los que jamás podremos regresar y a los que, en un acto de sublime rebeldía, nuestro espíritu regresa constantemente, incansablemente, solo para confirmar que siguen allí.

Y este año es especial. Pienso llevarla a Lúa. Lo pienso y se me eriza la piel. No soy fan de los ritos, al menos no de los instalados socialmente. Pero éste se me hace el más sagrado y puro que soy capaz de imaginar. Como alguna vez lo hicieron mis viejos conmigo y como también lo hizo mi hermano con sus hijos, le voy a regalar a ella este lugar.

Lúa pisará la arena que yo evoco tan a menudo y la hará suya. Le entregaré, en un acto inexistente, el mar sobre el que ella construirá sus propias fantasías. Y algún día, si es que tengo suerte, ella me encontrará también allí, donde yo me reúno con mi historia tantas veces. Y ambas seremos una historia más. Un relato hecho de arena, mar y sentimientos.

Un día para recordarte

Hoy perdió Argentina el primer partido del mundial y murió Pablo Milanés. Dos eventos que parecen pertenecer a universos distantes y hasta antagónicos. Sin embargo, frente a ambos yo tuve el mismo pensamiento: qué ganas de hablarlo con mi viejo.

Y no es que mi viejo hubiera tenido mucho para decir al respecto. Es más, en los últimos años quizás ni hubiera prestado atención a ninguno de los temas.

Pero, sin embargo, ambos pertenecían al mundo de lo compartido. Aquellos días en que escuchábamos hasta el cansancio el disco del recital de Silvio y Pablo en Argentina. O las tardes mundialistas en las que, a modo de cábala, yo dibujaba un Diego o un Caniggia corriendo hacia el arco contrario. Y papá amagaba con levantarse de la silla con cada tiro libre para, atentas veces, acabar ahogando el grito de gol con una puteada.

Y la verdad es que no me gusta el fútbol, ni considero que un grupo de multimillonarios que viven en el extranjero represente a mi país. Para mí, lo único bueno que tenia el mundial era el folklore de lo compartido y la posibilidad de conversarlo con mi viejo.

Y seguramente, en otra época, yo me hubiera escuchado un par de comentaristas de la tele, para tener algo para decirle. Y él, también en otra época, hubiera ensayado un análisis o algún mordaz comentario al respecto.

En los últimos años, en cambio, papá quizás no me habría respondido nada. Pero yo igualmente hubiera tenido algo para decirle. Un puente, un anzuelo. Una breve ilusión de sacarlo de su ensimismamiento.

Y ahora, cada vez que yo muerdo uno de esos anzuelos y silencio todo lo que quisiera decirle al pasado, también repaso en mi memoria, esos momentos, que a fuerza de los años voy olvidando.

Y cada vez es más difícil recordar detalles. Y no sé cuáles pertenecen al orden de la realidad y cuáles a la fantasía. Por eso, yo cierro los ojos con fuerza, para tratar de recordar colores ya aromas. Esos que el tiempo, en su terquedad, me quiere arrebatar.

Ahora, que el partido terminó, que Pablo también se fue, solo me queda esta inquietud en el alma; y el deseo, que me apretuja el corazón, de que los recuerdos no se vayan también con él.

Lo urgente, lo importante y lo lindo

Sabía que el momento iba a llegar. Me hice la distraída un tiempo pero hay cosas que caen por su propio peso. Cuando nuestros bebés arrancan la guardería, también comienzan los “festejos del jardín“, algo para lo que yo, evidentemente, aún no estoy tan preparada.

Y el lunes recibí el mensajito de la señorita: “Familias, el miércoles festejamos el día de la primavera. Hay que traer merienda especial y algo alusivo“…

¿“Algo alusivo“?, repetía en voz alta y en mi interior pensaba: “Algo sencillito que puedas hacer con lo que tenés en casa“ (y lo pensaba con voz de ñoña, como me imagino que hablan todas esas personas que se piensan que en mi casa tengo un baúl para manualidades y una alacena llena de especias para cocinar). El siguiente pensamiento fue más belicoso aún: Algo alusivo a la primavera… que tenga en casa… “Ok, seño, aquí le mando el Dexalergin, pero mire que lo necesito de vuelta». Ocurrente pero demasiado cínico; mejor me calmo, reflexioné.

Cuando se lo comenté a David, comprendí que en ésta, estaba sola. Después de tamizarlo por los filtros de: “urgente“ o “importante“, diría que su oído pragmático directamente anuló el mensaje. Así que a pesar de mi primer impulso reactivo, decidí tomarmelo con buen humor, buscarle la vincha de flores y dibujar con crayones una gran flor en papel que, gracias a la magia del hilo de algodón, se convirtió en un artesanal collar primaveral.

Así las cosas, me fui a dormir feliz conmigo misma, sintiéndome una madre plena y hacendosa. Y Lúa se despertó a la mañana siguiente feliz por poder exhibir su colgante de flor de papel. Sin embargo, nuestra felicidad desbarrancó rápidamente al llegar a la puerta del jardín y toparnos con la niña “flor“ junto a la pequeña “mariposa“ y todas sus secuaces, entusiastas de la primavera.

Aunque no éramos las únicas con accesorios austeros, preferí esperar a que entraran tod@s primero para que el nivel de entusiasmo decayeran un poco. Pero me equivocaba, pues sabido es que el entusiasmo de las maestras jardineras es inagotable. Y justo delante nuestro, entró la niña “flor“ y el fervoroso recibimiento de su maestra no ahorró en ademanes de sorpresa ni halagos: «Pero si es LA PRIMAVERA!» – anunció y festejó cada detalle del atuendo primaveral.

Lúa miraba la escena con seriedad como intentando descifrar lo que estaba pasando y cuando otra de las señoritas la llamó para ingresar, sentí la urgente necesidad de justificarme: “Perdón, no teníamos nada en casa“ pero al mismo tiempo que pronunciaba cada una de esas palabras, me censuraba mentalmente: “¡Por qué te estás disculpando, mujer!“.

Y es que ya era demasiado tarde, las inseguridades se me habían trepado a la cabeza en algún momento mientras estaba desprevenida admirando a la niña flor. Ahora no podía evitar preguntarme si le estaría generando a mi hija algún tipo de trauma psicológico con la primavera o si de vieja me echaría en cara mi falta de entusiasmo con las fiestas del jardín.

Y qué dilema! Porque no lo niego, ése es su mundo y para mí tiene el mayor de los intereses. Es muy probable que nuestros filtros de «urgente» o «importante» deberían incluir nuevos tamices menos adultocentristas y más enfocados a acompañar el disfrute de Lúa.

Igualmente, me pregunto ¿Hasta qué punto medirá ella nuestro desempeño como ma-padres en función de los disfraces para el jardín o las destrezas manuales o culinarias? No sé bien cómo viene esa libreta de evaluación pero muchas materias sé que las vengo zafando. En cambio, creo que la acompaño incondicionalmente en muchas otras instancias, quizás menos vistosas pero tan o más importantes para su desarrollo.

Y también pienso que algún día, quizás, recordaremos a la fabulosa niña flor y nos podremos reír juntas de ese 21 de septiembre en que la disfracé de primavera, con tan solo un collar hilo de algodón y una flor dibujada con crayón.

Mentiras antirrobos

«Solo tengo Pepsi», les decía el viejo por la ventana, mientras yo observaba la heladera del almacén llena de gaseosas, sintiéndome cómplice de la mentira y parte de una extraña elite, a la que me avergonzaba pertenecer.

Ella estaba embarazada y él portaba gorra y ese modo de hablar propio de la villa. Años, no tenían más de veinte pero experiencia para leer las respuestas de la gente, seguro les sobraba. «¿Solo Pepsi?», preguntaron, con esa mezcla de desconcierto, desconfianza y frustración, propia de quien se sabe afuera de algo.

No cuestionaron el porqué ellos estaban afuera y yo adentro. No preguntaron por qué no podían pasar. Hacerlo hubiera sido poner en evidencia lo que tod@s ya sabíamos pero ninguno estaba dispuesto a reconocer.

El viejo, de más de 70 años, se regía por una suerte de protocolo antirobo, que seguramente excluía las gorras y cierta forma de hablar.»¿Puedo culparlo?», me preguntaba a mí misma, mientras admiraba con cierta desolación el reflejo de Lúa y mío, en el vidrio de la heladera. Yo fingía no enterarme de lo que pasaba, incapaz de intervenir en favor de la joven pareja, ni de convertirme en ejemplo para mi hija. Miraba de reojo a la pibita embarazada y me sentía cada vez más insignificante. Era una panza grande, más de lo que fue la mía y yo podía sentir su peso en el alma.

Una vez fui a comprar al chino llevando a Lúa en el cochecito y, como buscaba algo muy puntual, di un par de vueltas antes de entrar; luego de una recorrida veloz, salí sin conseguir lo que necesitaba. Recuerdo el poco reparo que tuvo uno de los empleados en perseguirme hasta la salida, inclinado prácticamente encima del coche, para revisar lo que llevaba. Tardé unos minutos en reaccionar y pensar todo lo que me hubiera gustado decirle.

Ahora pienso que hice bien en no decir nada. Quizás es preferible esa actitud, la de desconfiar de absolutamente todos por igual, que esta regla arbitraria del almacenero que desconozco si pudo evitar algún robo, pero seguro no libro a nadie de los estigmas de clase.

Cuando ya volvíamos a casa vi pasar de vuelta a la pareja, habían comprado la gaseosa que querían en otro almacén. Iban conversando sonrientes, en su propio mundo; uno que a mí se me antojó menos triste, absurdo e injusto.

Tacitas de plástico rosa

En el 2020, el embarazo me obligó a darle un giro a mi dieta, no solo a la alimentaria sino, principalmente, a la informativa. Siempre cuento que comencé a leer muchas ficción liviana y a ver películas para adolescentes, pero el verdadero volantazo, en medio de la pandemia, fue dejar de consumir noticias.

Así que, con Lúa timoneando mi vida emocional desde el vientre, las noticias fueron estratégicamente desechadas para alivianar la carga emocional y el viaje continúo en «modo avión» por el resto de los nueve meses.

Una parte mía -la misma que aún no quiere hacerse cargo de la decisión- pensaba que esto era algo transitorio. Sin embargo, Lúa ya cumplió dos años y yo sigo en «modo avión», desconectada de la realidad o enterándome a cuenta gotas a través de las redes sociales. No voy a decir que todo esto no me ha generado un gran debate interno o cierto sentimiento de culpa. Pero, ha sido directamente proporcional a mi bienestar mental, estado que, sin duda, sigo priorizando. Así que, aunque no sea algo que me enorgullezca confesar, tampoco es algo que tenga planeado cambiar.

Pero hoy me topé con este artículo: ¿Has dejado de leer noticias a diario para ser feliz? El fenómeno global que lidera España que aunque se centra principalmente en España, me hizo caer en la cuenta de que, tal vez, Lúa no tenía nada -o al menos no tanto- que ver con lo que me estaba (y está) pasando con las noticias.

Lo que es cierto es que durante los últimos dos años y medio, vengo reflexionando mucho sobre lo que es, para mí, la calidad de vida; no en términos monetarios (esa la tengo pendiente) sino en el orden de la salud mental y el bienestar emocional.

Lúa es una de las grandes maestras que tengo en esta materia, para aprender a estar en el aquí y ahora; re-conectar con el juego y la imaginación; y habitar un mundo diferente, a través de las sensaciones y emociones. Un mundo que aunque coexiste con el que aparece en las noticias, no se le parece en nada.

Mientras se incendian las islas frente a Rosario, el aire se vuelve irrespirable, se multiplican las enfermedades y el ecosistema sufren daños irreparables. Los robos y la escalada narco dejan un tendal de víctimas a diario. Los precios se disparan y los salarios se desmoronan. La pandemia sigue sembrando incertidumbre y redefiniendo el modo en que nos vinculamos con los demás. Y una larga lista de abusos, femicidios y hechos de corrupción completan artículos de diarios y programas de información…

Mientras todo esto ocurre, casi como si fuera un delito, yo veo el mundo desmoronarse, abrazada a Lúa y su burbuja de juegos y fantasías. Y me pregunto si estaré haciendo mal o me estaré haciendo bien. Si tiene sentido bailar y olvidarse de todo. Si será egoísta, necio o despreciable, el sentarnos hoy, a tomar un té imaginario, en estas tacitas de plástico rosa.

«mientras el mundo se cae a pedazos

me gusta estar al lado del camino

me gusta sentirte a mi lado

me gusta estar al lado del camino

dormirte cada noche entre mis brazos»

Al lado del camino – Fito Paez

Los «pajeros»

«Cómo decís? Quién te dijo eso?»- escucho renegar a David justo antes de llamarme, recurriendo a ese código que compartimos madres y padres cuando necesitamos auxilio: «Mamá, vení»… «mirá lo que está diciendo Lúa». Y entonces me acerco para encontrarme con la cara de preocupación de él y de desconcierto de ella, que repite clarito: «los pajeros», buscando con ansiedad mi reacción con su mirada.

«Claro, papá»- digo fuerte y con marcada entonación pedagógica, para traer tranquilidad a ambas partes: «los pasajeros del autobús, ¿Dónde están?” y le devuelvo a Lúa esa mirada cómplice que tanto buscaba. Y ella sale corriendo a buscar al bebé y a Pepa Pig. Papá se ríe.

Al rato el juego tiene que cambiar. Y ahora los «pajeros» somos nosotros, que nos sentamos sobre la cocinita y el balancín en fila india, cantando la canción del autobús mientras nos trasladamos, sin movernos, al parque. Allí, con un gesto, descendemos para ir a la calesita y a los «jugos» (hamaca, subí-baja y tobogán) imaginarios.

Entonces, papá y yo improvisamos toda suerte de movimientos pendulares y poleas, impulsados por nuestras pocas energías, fingiendo ser diferentes juegos del parque. Me duele la espalda pero sé que ella sentenciará: «otra vez» y no voy a poder decir que no. Porque su sonrisa y sus carcajadas revierten cualquier malestar.

No es común que juguemos los 3 juntos. En general, uno de nosotros lo hace para que el otro pueda hacer algo más. Y más de una vez, nos disputamos la cocina o la limpieza de los platos, para zafar de esta trampa de los juegos. Porque hace tiempo que «jugar» para nosotros eran unas cartas, un intercambio de ironías ingeniosas, un juego de mesa o, en el peor de los casos, un puñado de ilusiones atadas a un ticket de quiniela. Pero esto es otra cosa, jugar para ella es un modo de existir. Y no solo requiere ingenio, sino energía física y creativa, presente e ininterrumpida.

Y cuando jugamos los 3 juntos, Lúa se ríe como si el universo finalmente estuviera en perfecto equilibrio. Porque no hay absolutamente nada que le interese más en el mundo. Y su sonrisa es un espectáculo para admirar desde la primera fila. Lúa se ríe y una brisa de primavera entra por la ventana, la habitación se ilumina como si el sol también se rindiera ante sus encantos y un cálido bienestar nos abriga el corazón, haciéndonos sonreír con profunda satisfacción.

Y es ahí cuando finalmente caemos en la cuenta de que, a decir verdad, no somos más que dos «pajeros» intentando entender algo que ella desde siempre tiene muy claro.

Dos (millones) años (de experiencias) juntas

Lúa cumple dos años y mientras una parte mía siente que el tiempo pasó volando: otra, lo vive como si hubieran sido siglos. Sí, los años pasaron demasiado rápido pero mi vida cambió tanto en este tiempo que, en realidad, me cuesta creer que no haya pasado como una década.

Hoy recuerdo muy lejana aquella sensación de extrañeza que me acompaño durante meses, tras el test de embarazo positivo. Mirarme la panza, anonada, pensando en todo lo que se comenzaba a gestar dentro mío.

Me recuerdo particularmente el día después, en el baño del que era por entonces mi trabajo (hoy, mi «ex ex trabajo» – sí, tantas cosas pasaron en solo dos años!). Me acariciaba el vientre, dudando de aquel sorpresivo resultado; un poco entusiasmada, otro tanto, asustada; sintiendo por primera vez una soledad jamás experimentada, por no poder compartir aún ese incierto resultado con nadie y por saberme en la antesala de algo que, estando dentro mío, vendría a trascenderme, a sacarme del centro de mi historia, para compartir ese protagonismo conmigo (y por momentos, incluso, llevárselo todo).

El embarazo fueron meses en los que mi mente quería absorber toda la información posible sobre parto y crianza, pero el resto de mi ser solo quería echarse a ver cine adolescente, comer dulces y disfrutar de mis desajustes hormonales en paz. En definitiva, una lucha contra mí misma, que me llevó a ver películas y comer alfajores, con un alto cargo de conciencia.

Finalmente, casi dos días de trabajo de parto y una cesárea que me enseñó que hay batallas que se ganan aún cuando se pierden, fueron el confuso escenario para la bienvenida de Lúa. Ahora podía ponerle rostro a mis fantasías y también a mis fantasmas, para comenzar a conocernos de verdad y a reconocernos a través de la piel.

Empezar a entender que ella era una persona diferente a mí; que su tiempo no era el mío y que no todo lo que le pasara tendría que ver conmigo; aún cuando todo mi tiempo y mi ser, ahora, giraban en torno a ella.

Así fue, y es aún, esto de separarnos; de dejar de ser una para aprender a ser tres: ella, yo y nosotras.

Ella, la que huye de los inevitables cambios de pañales, para caer pataleando en ellos; desordena consistentemente los juguetes; garabatea las paredes con entusiasmo; y la que también hace berrinches y me rasguña, para después arrepentirse, y brindarme el más fuerte de sus abrazo.

Yo, la que huye de los inevitables lugares comunes, para caer pataleando en ellos; la que desordena consistentemente su propia vida; garabetea los planes con entusiasmo; y la que también colapsa y le grita, para después arrepentirme y brindarle el más fuerte de mis abrazos.

Y nosotras, las que jugamos con la pelota y los muñecos, corremos carreras, nos escondemos, cantamos, bailamos pero también nos peleamos y reconciliamos. Nosotras, las que con nuestros aciertos y errores, crecemos; y las que hoy celebramos nuestros dos (millones) años (de experiencias) juntas.