Tacitas de plástico rosa

En el 2020, el embarazo me obligó a darle un giro a mi dieta, no solo a la alimentaria sino, principalmente, a la informativa. Siempre cuento que comencé a leer muchas ficción liviana y a ver películas para adolescentes, pero el verdadero volantazo, en medio de la pandemia, fue dejar de consumir noticias.

Así que, con Lúa timoneando mi vida emocional desde el vientre, las noticias fueron estratégicamente desechadas para alivianar la carga emocional y el viaje continúo en «modo avión» por el resto de los nueve meses.

Una parte mía -la misma que aún no quiere hacerse cargo de la decisión- pensaba que esto era algo transitorio. Sin embargo, Lúa ya cumplió dos años y yo sigo en «modo avión», desconectada de la realidad o enterándome a cuenta gotas a través de las redes sociales. No voy a decir que todo esto no me ha generado un gran debate interno o cierto sentimiento de culpa. Pero, ha sido directamente proporcional a mi bienestar mental, estado que, sin duda, sigo priorizando. Así que, aunque no sea algo que me enorgullezca confesar, tampoco es algo que tenga planeado cambiar.

Pero hoy me topé con este artículo: ¿Has dejado de leer noticias a diario para ser feliz? El fenómeno global que lidera España que aunque se centra principalmente en España, me hizo caer en la cuenta de que, tal vez, Lúa no tenía nada -o al menos no tanto- que ver con lo que me estaba (y está) pasando con las noticias.

Lo que es cierto es que durante los últimos dos años y medio, vengo reflexionando mucho sobre lo que es, para mí, la calidad de vida; no en términos monetarios (esa la tengo pendiente) sino en el orden de la salud mental y el bienestar emocional.

Lúa es una de las grandes maestras que tengo en esta materia, para aprender a estar en el aquí y ahora; re-conectar con el juego y la imaginación; y habitar un mundo diferente, a través de las sensaciones y emociones. Un mundo que aunque coexiste con el que aparece en las noticias, no se le parece en nada.

Mientras se incendian las islas frente a Rosario, el aire se vuelve irrespirable, se multiplican las enfermedades y el ecosistema sufren daños irreparables. Los robos y la escalada narco dejan un tendal de víctimas a diario. Los precios se disparan y los salarios se desmoronan. La pandemia sigue sembrando incertidumbre y redefiniendo el modo en que nos vinculamos con los demás. Y una larga lista de abusos, femicidios y hechos de corrupción completan artículos de diarios y programas de información…

Mientras todo esto ocurre, casi como si fuera un delito, yo veo el mundo desmoronarse, abrazada a Lúa y su burbuja de juegos y fantasías. Y me pregunto si estaré haciendo mal o me estaré haciendo bien. Si tiene sentido bailar y olvidarse de todo. Si será egoísta, necio o despreciable, el sentarnos hoy, a tomar un té imaginario, en estas tacitas de plástico rosa.

«mientras el mundo se cae a pedazos

me gusta estar al lado del camino

me gusta sentirte a mi lado

me gusta estar al lado del camino

dormirte cada noche entre mis brazos»

Al lado del camino – Fito Paez

Apología de la desilusión

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Con mi prima hablábamos sobre la manera como crecen y aprenden los niños: a base de ‘desilusiones’. Viendo caer los mitos a través de los cuales los padres les traducen la vida: que los personajes de fantasía no existen, que la magia es un truco y que el mundo real muchas veces duele. Y cómo, muchas veces, la angustia de los padres de enfrentar a los niños con la desilusión les lleva a prolongar la fantasía o intentar erradicarla como a una mentira de la vida…

Pero es tan cierto que la fantasía es necesaria, como que lo es la desilusión para seguir creciendo. Y que el aprendizaje que no nos dan los padres, nos lo da la vida. Porque no se puede escapar a la ‘desilusión’ y porque hay cosas que sólo se pueden aprender a través de ella.  Y si cuando somos pequeños los mayores deciden en qué momento estamos preparados para entender la realidad; a medida que crecemos, sólo nosotros mismos podemos elegir el momento de aceptarla.

Hay que saber que antes o después, siempre habrá dolor. Que el dolor no se puede evitar, por más que intentemos dilatar su encuentro. No es una elección. La desilusión es un dolor, un dolor de parto, que da luz a un nuevo modo de ver las cosas, de relacionarse con la gente, con el mundo.  

Queremos ahorrarles a los niños la desilusión por la angustia que nos genera a los mayores. Y cometemos una y otra vez el mismo error… enseñarles que la desilusión es algo a lo que hay que temer. Que hay que evitar ‘caer’ en la realidad porque no está tan buena como la fantasía.

Y es que la realidad es demasiado inabarcable para enfrentarnos al desafío de querer absorberla por completo… la realidad se digiere poco a poco, con cucharadas de fantasía, pero con la conciencia de que hay algo más que debemos asimilar y el esfuerzo de querer hacerlo.

Una línea muy fina separa la idiotez del fantasioso de la del cínico. El que vive en la fantasía será feliz en la estupidez de no poder concretar jamás ningún sueño; mientras quien vive en la realidad constante será feliz en el cinismo de creer que nada nuevo se puede crear.

Enseñar que la realidad está tan buena como la fantasía no sólo es nuestro deber como adultos; también es una tarea pendiente para con nosotros mismos como sociedad. Porque sólo somos capaces de enseñar con solidez aquello en lo que realmente creemos y si no creemos que la vida y el mundo valgan la pena, jamás podremos enseñar a nadie a amarlos de verdad.