Dos (millones) años (de experiencias) juntas

Lúa cumple dos años y mientras una parte mía siente que el tiempo pasó volando: otra, lo vive como si hubieran sido siglos. Sí, los años pasaron demasiado rápido pero mi vida cambió tanto en este tiempo que, en realidad, me cuesta creer que no haya pasado como una década.

Hoy recuerdo muy lejana aquella sensación de extrañeza que me acompaño durante meses, tras el test de embarazo positivo. Mirarme la panza, anonada, pensando en todo lo que se comenzaba a gestar dentro mío.

Me recuerdo particularmente el día después, en el baño del que era por entonces mi trabajo (hoy, mi «ex ex trabajo» – sí, tantas cosas pasaron en solo dos años!). Me acariciaba el vientre, dudando de aquel sorpresivo resultado; un poco entusiasmada, otro tanto, asustada; sintiendo por primera vez una soledad jamás experimentada, por no poder compartir aún ese incierto resultado con nadie y por saberme en la antesala de algo que, estando dentro mío, vendría a trascenderme, a sacarme del centro de mi historia, para compartir ese protagonismo conmigo (y por momentos, incluso, llevárselo todo).

El embarazo fueron meses en los que mi mente quería absorber toda la información posible sobre parto y crianza, pero el resto de mi ser solo quería echarse a ver cine adolescente, comer dulces y disfrutar de mis desajustes hormonales en paz. En definitiva, una lucha contra mí misma, que me llevó a ver películas y comer alfajores, con un alto cargo de conciencia.

Finalmente, casi dos días de trabajo de parto y una cesárea que me enseñó que hay batallas que se ganan aún cuando se pierden, fueron el confuso escenario para la bienvenida de Lúa. Ahora podía ponerle rostro a mis fantasías y también a mis fantasmas, para comenzar a conocernos de verdad y a reconocernos a través de la piel.

Empezar a entender que ella era una persona diferente a mí; que su tiempo no era el mío y que no todo lo que le pasara tendría que ver conmigo; aún cuando todo mi tiempo y mi ser, ahora, giraban en torno a ella.

Así fue, y es aún, esto de separarnos; de dejar de ser una para aprender a ser tres: ella, yo y nosotras.

Ella, la que huye de los inevitables cambios de pañales, para caer pataleando en ellos; desordena consistentemente los juguetes; garabatea las paredes con entusiasmo; y la que también hace berrinches y me rasguña, para después arrepentirse, y brindarme el más fuerte de sus abrazo.

Yo, la que huye de los inevitables lugares comunes, para caer pataleando en ellos; la que desordena consistentemente su propia vida; garabetea los planes con entusiasmo; y la que también colapsa y le grita, para después arrepentirme y brindarle el más fuerte de mis abrazos.

Y nosotras, las que jugamos con la pelota y los muñecos, corremos carreras, nos escondemos, cantamos, bailamos pero también nos peleamos y reconciliamos. Nosotras, las que con nuestros aciertos y errores, crecemos; y las que hoy celebramos nuestros dos (millones) años (de experiencias) juntas.

vivir es CAMBIAR

La vida es así.. te da vuelta la historia de un día para otro. ¿Qué digo de un día para otro? De un minuto al siguiente. Todo se mueve incansablemente, inevitablemente. Y quienes no alcanzan a percibir el cambio como una constante, una sorpresa inminente y recurrente, se condenan al sufrimiento que implica el no aceptar la realidad; pero más triste aún, se auto-excluyen del disfrute de este misterio ineludible.

Si nos he visto en ese lugar! Si me he visto! Queriendo retener el segundo, como si en su permanencia hubiera algo perfecto. Como si uno no fuera parte del cambio también. Cambiamos y nos renovamos física, intelectual y emocionalmente cada segundo. Nacemos y morimos todo el tiempo. Es verdad que no podríamos nunca interpretar todos estos continuos y múltiples cambios. La novedad constante. Seguramente que ese cúmulo de información nos llevaría a la locura o a la parálisis total.

Y es que en cierto sentido, el ser humano es más un animal de hábitos y rutinas, antes que de razonamiento. Y es este el tema que siempre me intriga. Para aprender a conocer el mundo nos obligamos a utilizar estereotipos que nos faciliten la tarea: blanco y negro, lindo y feo, bueno y malo.. construcciones que se van haciendo cada vez más compleja a medida que nuestras asociaciones mentales, culturales y sociales nos llevan a ubicar del lado de «los buenos» y de «los malos» distintas series de características físicas, psicológicas, emocionales.. en fin.. nos conducen a buscar constantemente guías y parámetros para intentar entender el mundo; y nos llevan en muchos casos a creer, por ejemplo, que una raza, una cultura o unos gustos son mejores que otros. Necesitamos renglones aún cuando sabemos que ellos no existen en el mundo real.

Algo parecido ocurre con el cambio. Queremos permanecer y retener aún cuando es inevitable reconocer que todo varia y nada subsiste. Tarde o temprano, alguien presiona el botón y desaparecemos. Lo sabemos, pero preferimos pensar que «lo bueno» es luchar contra eso.

Por ello, últimamente y muy conscientemente he intentado aprender a «soltar». A no remar contra la corriente. A acompañar el cambio. He armado, desarmado y vuelto a armar. He conocido mucha gente y he dejado ir a mucha más. He podido recordar con alegría y no con dolor o nostalgia. He mirado para atrás y he encontrado coherencia en el caos. Me he volteado hacia adelante y he descubierto belleza en el misterio. Y he mirado hacia adentro y he encontrado paz en este cambio.

Imagen